Haciendo cuentas con Dios (Desde el Penal de Atlacholoaya)

Chicago. Mural dedicado a los migrantes

Chicago. Mural dedicado a los migrantes

Por Carolina Alvarado

El trato ya estaba hecho hacía varias semanas. La emoción corroía las tripas. No era precisamente de esas emociones de felicidad, era un gusano de incertidumbre que cosquilleaba en la sangre, que la hacía palpitar y trepidar el corazón hasta la garganta.

Dejarlo todo y a todos. Familia, casa, barrio. Mi país, al que hasta ahorita sentía  más mío -no como en los partidos de la selección-, mío  porque sentía que me lo quitaban.

Todo estaba bien amarrado. El pollero, que  era de confianza y ya había pasado a varios conocidos sin problemas y sin tranzas, nos dio chance de apartar nuestros lugares nomás con la mitad de los 150 mil pesos –yo no tenía todo, sino hasta que juntara lo de la tanda, la venta de mi moto y un fondo de ahorro que hacía el dueño de la ladrillera, donde trabajaba.

Veía todo a mi alrededor con nostalgia adelantada, como si ya los extrañara pero ya con ansiedad de irme a trabajar al gabacho y prosperar. Que mi familia tuviera una vida mejor. No pudieron hacer nada cuando les dije mi decisión. Ya había pagado. Gabriela, mi esposa protestó y propuso que con ese dinero podíamos poner un negocio:

_ Compra un taxi, podemos poner un puesto de tacos, vender ropa de paca, una verdulería…

No, le dije, “este pinche país ya no da para más. Si no eres diputado o influyente no logras nada. Mira cuánto negocio cierra por las extorsiones”.

Estaba harto de trabajar en la ladrillera y para concesionarios de los  microbuses abusivos, y ahora trabajar para unos delincuentes. No.

Por lo menos allá trabajaría, tal vez las mismas 12 horas que en la ladrillera o manejando el micro pero ahora ganaría en dólares. Ocho dólares la hora.

A pesar de haberlo pensado muchas veces, durante años, no me decidía a irme. No es una decisión fácil.

Hasta que mi hija Arely se puso muy mal de fiebres muy altas, ya no reaccionaba cuando le hablábamos. Para llevarla al doctor debíamos bajar a la avenida principal en taxi porque las micros aún no subían hasta la loma y el tramo era muy largo para correr con la niña en brazos. Ese día no tenía dinero para el taxi, el médico o las medicinas.

En su desesperación, Gabriela me gritó: “No eres lo suficientemente hombre para mantener una casa y una familia”.

Casi tumbé la puerta de la casa de mi tía pidiendo ayuda.

Su casa era la más grande de la colonia, bien construida, de tres pisos, hasta con un vitral de la Virgen de Guadalupe; en su sala tenía pantalla plana de 62 pulgadas y sus hijas y nietos con celulares bien avanzados. Todo gracias al dinero que le mandaban de Estados Unidos su hijo y su esposo, mi tío. Hasta una flota de taxis manejaba. Claro, ellos vivían en Chicago hacía 15 años.

Mi tía tenía varios terrenos en la colonia que invadimos hacía seis años porque fue una de la que declaró contra la líder de la invasión, la acusó de fraude en la compra de los terrenos, que en realidad habíamos invadido. A la líder. Ahora presa en la cárcel de mujeres de Santa Martha Acatitla, no le tocó ni un terreno, y el dinero que le dimos como adelanto por los terrenos, seguro lo gasto en el juicio. Ahora mi tía renta cuartos y locales.

Sí, las palabras de Gaby me herían en mi virilidad, en mi dignidad de hombre, pero lo que más me lastimaba era la subida a diario por la calle principal; pasar en medio de casas ya hechas y derechas -muchas en obra negra, aún con plásticos en las ventanas pero ya levantadas-. En cambio yo no había logrado nada más que dos cuartuchos y el baño con techos de lámina. Mi piso aún era de tierra. Me agüitaba mucho y me avergonzaba por no ser “lo suficientemente hombre”.

Tampoco soportaba saber que mi tía había llevado varias veces sopa  para que la niña comiera. “No le puede faltar la comida”, decía, “mira lo flaquita que está”. Yo sentía hervir la sangre de odio y coraje por la humillación.

Ese día tomé la decisión de irme a Estados Unidos.

II

En la loma del cerro, a un lado de mi jacal, teníamos una pequeña capilla para San Judas Tadeo. Mi viaje a Nogales era ese día en la noche, el Día del Santo Patrón de mi colonia. “Sálvame de la tristeza y guíame en este mundo a fin de seguir adelante, sin descuidar a mi familia, ni a mí mismo…”

Desde que había dado el adelanto, todos los días iba a verlo antes para pedirle por mi causa, que era, para mí, muy difícil. La capilla era pequeña y ese día estaba limpia y llena de flores y velas. Desde temprano los cohetes retumbaron en el cielo de Los Reyes.

Ya tenía lista la mochila -debía ser ligera, nos advirtió el contacto con el pollero – que también se llevaba una lana por mandarle mojados-. Cuatro litros de agua únicamente y muy poca comida porque a la hora de la corredera el peso es nuestro peor enemigo.

Mi autobús hacia la Ciudad de México salía pasada la media noche. Compré boleto sólo de ida, también para Nogales.

Traía los 75 mil pesos del pollero entre los pliegues de las mangas largas de mi camisa que enrollé hasta el brazo, por donde guardaba a veces mis cigarros. 75 mil pesos atorados con seguros.

Regresé temprano del almuerzo en la ladrillera para la peregrinación del Santo por las calles de la colonia. Se cumplían seis años desde que llegamos como paracaidistas a esa punta del cerro. Aún estábamos sin pavimentación pero ya teníamos agua, drenaje, y la luz, la agarrábamos de los postes.

A un lado de la capilla había un pequeño cementerio de animales. Casi todos eran perros, algunos hasta una cruz grabada dejaban en la última morada del animal. Ahí, en un cerco de piedras amontonadas estaban sentados los “moneados”. Eran inofensivos. Conocíamos a algunos desde chiquitos. Los más grandes, los adultos estaban muy borrachos chupando con fruición su boli, a la que le agregaban alcohol del 90.

En la peregrinación, casi llegando a la capilla, El Chori se acercó a pedirme dinero “para mi caña”. Su mamá -mi tía- ya lo había soltado después de varios intentos de enderezarlo en clínicas de desintoxicación. Lo dejó “en manos de Dios” porque ella ya no pudo con él, nació torcido, decía.

_ No te hagas pendejo, si andas forrado.

No mi Chori, no tengo, lo palmeaba en la espalda como consuelo.

Yo pensaba en el sacrificio que había hecho para juntar el dinero y dejarlo todo lo que pudiera a mi hija y a mi mujer. No le iba dar dinero a ese vago.

Se alejó por un momento, se quedó atrás de la peregrinación pero sé que me venadeaba.

Decidí ir a mi casa a asegurarme que estuviera bien cerrada porque adentro estaba la mochila, y ahí, en una lata de chiles, con un hoyo de alcancía en la parte de abajo, para despistar, el otro dinero para el viaje.

Me salió por el lado del cementerio. Me pidió mil pesos.

_ No Chori, no te voy a dar nada. Vete a la fiesta. Al rato va haber chela.

No era la primera vez que se peleaba con alguien en la colonia, sobre todo cuando era más chavo se ponía agresivo. Por eso lo anexaron. Ahora la mona nomás lo estupidizaba.

_ Préstame una lana, para poner un negocio. Mi jefa me va dar el resto. Neta, ya quiero ayudarla. Esta es la última vez que me empedo. Tú traes varo, no te hagas, andas forrado, mil pesos no es nada. Somos familia hoy por ti…

Me negué sin decirle nada y lo hice a un lado  a un lado con un apretón en al brazo para dar la vuelta hacia la capilla.

_ ¡Pinche mal agradecido, Ni porque nosotros le matamos el hambre a tu hija eres capaz de darme mil pesos. Yo sé dónde tienes el dinero, ¡me lo vas a dar o te lleva la chingada!

Recuerdo que la luz de los cohetes iluminó la punta cuando se acercó a  jalarme la manga arremangada. Lo derribé muy fácilmente. Le quité la punta y lo piqué en el estómago.

En mi mente estaban las oraciones al Santo “te encomiendo mi alma y mi cuerpo, todos mis intereses espirituales y temporales y asimismo los de mi familia” al mismo tiempo que me escuchaba gritando:

¡Yo también te voy a matar el hambre! ¡Come perro! ¡Come!

Le retaqué la boca de piedras del cementerio de perros, le abrí la mandíbula para que le cupieran muchas. La explosión de los cohetes era la música de fondo de mis gritos.

_ Ya te maté el hambre ¿Quieres más sopita?

No sé por qué pero después, con las tablas del templete para la fiesta intentaba armar un ataúd -algunas ya tenían los clavos-. Tuve la paciencia para esperar la explosión de cohetes para disimular los golpes a los clavos con las piedras. Cada estallido al Santo un clavo al ataúd. “Bríndame la tranquilidad necesaria para superar este momento de tristeza y desolación, dame fuerzas para que mis oraciones y mis ruegos lleguen a Dios en favor de mi difunto”.

Cuando desperté de ese frenesí. En el cielo ya no retumban los cohetes. Rodeado de gente noté que me tenían agarrado de mis  brazos desnudos. ¡Mi camisa, mi camisa!, grité. El vacío regresó mi grito multiplicado.

No me resistí más. Desde la parte trasera de la patrulla vi las casas de la colonia. Ahora sí mi casa estaría más hundida por las otras. El Santo me recordó que hay causas imposibles. Hay ladrilleros sin ladrillos.