Alexandra
Por Máximo Cerdio
Transcurría el mes de julio del año 2008, lo recuerdo porque las tardes eran frescas: por la noche toda el agua del mundo caía en Cuernavaca e iba a parar a las barrancas, y por las mañanas el centro amanecía con un brillo de ciudad recién nacida.
Yo iba por la avenida Morelos, a eso de las 6 de la tarde y, al pasar por la puerta principal del Jardín Borda, me detuve: había en la casona una gran cantidad gente –hombres, la mayoría- rodeando a una mujer. Avancé dos pasos hacia adentro y pude observar a quien estaba en medio de aquel gentío.
Era ella, no me cupo la menor duda. De rostro blanquísimo y cabello negro, sonreía y de sus dientes aperlados y de su boca discretamente pintada de rojo salían palabras que yo no alcanzaba a escuchar.
Situé mi objetivo en el punto inferior derecho de los cuatro tercios de mi campo visual: estaba a menos de diez metros frente a mí. Debía tener
58 años de haber nacido en Bari, Italia, y 4 de haber enviudado del expresidente de México; su aspecto era el de alguien muchísimo más joven.
Saqué mi mano derecha del bolsillo de mi pantalón, la limpié, la abrí y pude observar en la palma las líneas de mi pasado y mi destino.
Avancé, cegado por el deseo tocar a aquel ser de luz que yo siempre había visto desde las butacas de los dos únicos cines que había en mi pueblo. Para darme un poco de valor pensé por un momento en que yo no era yo sino Jorge Rivero.
Mientras me acercaba fui atacado por un enjambre de escenas de mujeres desnudas, de grandes bustos y caderas anchas y piernas generosas que habían actuado en películas como “Los Vampiros de Coyoacán”, “Santo y Blue Demon contra el doctor Frankenstein”, “Fieras en brama”, “La pulquería”, “La golfa del barrio”, “Las glorias del gran Púas”, “Blanca Nieves y. sus siete amantes”, “Las cariñosas”, Muñecas de medianoche, Bellas de noche”, etcétera; pero de entre todas, la más perfecta era ella: Alexandra.
A menos de cuarenta centímetros me sorprendió su estatura: era muy pero muy pequeña, no debía pasar del uno sesenta y en las cintas yo la veía diez o veinte centímetros más alta. Era de ojos negros, grandes como en las películas. Llevaba un vestido largo, oscuro, brillante, con rombos en color gris y tenía la más negra de las noches recogida en lo alto de su cabeza.
Mandé a la chingada a Jorge Rivero y frente a ella, me incliné y extendí la diestra:
–Yo soy Fulano de Tal. He visto todas sus películas y me declaro uno de sus admiradores más fervientes –dije subrayando con una entonación superior la última palabra, como para que la mujer pensara en itálicas y entendiera el significado que da del término el lexicógrafo de Enríquez, de 1679.
Ella aceptó el saludo recibiendo mi extremidad con tres dedos de su brevísima mano. Y me sonrió. Después, avanzó hacía la salida seguida por hombres, y fue saludando a las demás personas.
Yo quedé atascado ahí, en el mismo lugar donde me había saludado, herido en la memoria por su sonrisa y su manita blanquísima de niña.
Cuando pude recuperarme de la impresión, me fui feliz, con ella en la mirada y me perdí en la bajada del callejón Borda.
A principios de agosto de ese mismo año aparecería en los principales periódicos de Cuernavaca: había donado al Museo de la Revolución del Sur en Tlaltizapán, la silla de montar que perteneció al general Emiliano Zapata Salazar y que junto con el caballo que montaba el caudillo del sur cuando lo mataron había sido un obsequio del traidor Jesús Guajardo; a su vez, el generoso ex gobernador de Morelos Armando León Bejarano se la regaló a José López Portillo en 1976.
Esa fue la primera vez que vi a Alexandra Acimovic Popovic o Sasha Montenegro, vestida.
*Publicado originalmente en La Unión de Morelos, es uno de los relatos de Crónicas surtianas, Mochuicuani, 2000, México.