Tlaltizapán: las 250 muertes que omiten los libros
Por Máximo Cerdio
Tlaltizapán. La mujer abrió una zanja de menos de un metro –porque para eso le alcanzaron las fuerzas–y ahí, en el patio, enterró, bañada en lágrimas, a su marido que los federales habían matado dos días antes y que junto con otros pobladores había quedado tirado en medio de la calle: el Coronel Pilar Sánchez que dirigió la masacre por órdenes directas de Venustiano Carranza, no permitió que la gente se llevara a sus muertos a enterrar, hasta que el cura del pueblo consiguió permiso que los deudos se llevaran los cadáveres.
Algunos fueron sepultados en una fosa común, en la plaza, pero otros tuvieron que enterrarlos en sus propiedades. Ellos no respetaron a nadie.
Entraban a las casas, de cuatro en cuatro, buscando a los hombres y a los muchachos. Los sacaban a la calle y los mataban, algunas mujeres se opusieron y ahí mismo las acribillaron.
Una mujer quiso detener a un soldado que se había metido a su casa y había levantado de la cama a su hijo, un muchacho como de quince años, que estaba enfermo. Lo sacó de la cama y se lo llevaba y ella se opuso y ahí mismo les dieron un tiro.
Sólo dos hombres sobrevivieron: Felipe Rodríguez y Antonio Tagle.
Cuando Antonio Tagle escuchó los balazos se fue a la huerta de su casa y escapó. Felipe Rodríguez, salió corriendo hacia la cocina y se acurrucó en la esquina de un fogón, y su mujer, doña Juanita, lo cubrió con sus enaguas.
Cuando llegaron los soldados les dijo: váyanse, aquí no hay nadie, y ellos se fueron.
El 14 de agosto, por la noche, después de la matazón, los perros comenzaron a salir a las calles y a rondar algunos cuerpos.
Los que habían sobrevivido, corrían a los animales con piedras porque los animales lamían la sangre de los cadáveres. ¿Por qué hicieron esto los soldados? Por venganza.
Los federales habían llegado en grandes cantidades a Tlaltizapán y se instalaron en la iglesia del pueblo.
Por la mañana del 13 de agosto de 1916, el general Emiliano Zapata se les había escapado: la idea de Zapata era tomar Tlaltizapán y la población lo estaba esperando. Zapata se puso de acuerdo con dos de sus hombres, uno de ellos Jesús Capistrán, quienes atacarían por –el poblado– Santa Rosa 30, pero le fallaron y no se pudo realizar el taque, por lo que el general, que conocía bien la zona, se escapó de los federales que lo estaban esperando adentro del pueblo, fue bordeando el río hasta que encontró un lugar por donde pasar y pasó con su caballo.
Era tiempo de lluvias y el río estaba crecido. Mucha gente de él no pudo pasar el río y murieron ahogados.
La gente grande cuenta que daba mucha tristeza cómo el río se llevaba a los caballos y los jinetes se querían agarrar de la cola de los animales para salvarse, pero muchos se ahogaron.
El gobierno estaba muy enojado porque se les había escapado don Emiliano Zapata y, como venganza, Venustiano Carranza ordenó al coronel Pilar Sánchez matar a todos los hombres del pueblo, de este pueblo donde Zapata había hecho su cuartel general y desde donde comandaba a sus tropas; este pueblo que lo ayudaba y lo quería.
Le dieron a Zapata donde más le dolía, en su gente.
Esto es lo que relata Diega López Rivas, de 80 años de edad; nativa de Tlatizapán y para quien la historia de ese 13 de agosto de 1916 está aún viva en las piedras de las calles del pueblo, los espacios donde rebotaron los balazos de los militares, los gritos de los asesinados, los llantos de los familiares y en los ojos y oídos de las mujeres que presenciaron directamente la masacre como Asunción Villafán, Amalia Velázquez, María Beltrán, Eladia Zúñiga, Macedonia Tereso, Elena la Güera Roldán, doña Juanita, Nacha Cué, entre muchas otras que también arrastraron con petates y rebozos los cuerpos de sus parientes y tuvieron que enterrarlos dentro de su casa.
El poeta de pueblo canta al 13 de agosto
Alejandro Machuca Rodríguez, poeta y campesino de 68 años, nacido en este municipio, también escuchó la historia de los Mártires del 13 de agosto y, como la mayoría de estos habitantes, ordenó esos recuerdos que pasaron de boca en boca; pero a diferencia de ellos, él compuso un poema, el 14 de marzo de 2001; leído, desde unas hojas de reúso y de puño y letra:
El trece de agosto/ fatídico día;/para unos muerte,/ para otros vida./Pero yo les pregunto:/ ¿ustedes qué harían/ si la bruta poli los perseguiría?/ Yo les juraría/ que en ese momento/ no hay cobardía./ En el pedorro del pingo/ ahí me metería./ Jacinto Domínguez se fue a la parroquia,/ caminó de prisa./Creyó que ahí/ bien se salvaría./ Pero el mula gobierno sacó a don Jacinto/ de la Sacristía. Inocente nato/ con nadie se metía/ Fue uno de tantos/los que aquí mamaron./Muchos pequeñitos/ aquí se quedaron./Todo aquel que diera/ la fatídica medida/ de la carabina/bien muerto en la plaza/ahí quedaría. Un niño descalzo/por la calle corría./Decía que su abuela/ lo defendería:/ debajo de la nagua así se metería./ Un hombre no muy joven/ tampoco muy viejo/, se metió allá en la troje temblando de miedo./ Dios hizo el milagro/ que ninguna bala a él le tocaría/, con unos costales él se taparía/. El cuitla – mierda–gobierno/ hoy en el presente/ sigue haciendo males/ tratando a los pueblos/ igual que animales,/ pasando en la tele/ puros comerciales./ De tecnología no pasan ni madres/. Con puras comedias/ alivian sus males./ No le da vergüenza/ que los japoneses/ tienen menos tiempo/ de estar desgraciados./Claro, hay menos ratas/ y por eso mismo están avanzados. México, México, puros patrioteros/ vamos encontrando:/ son los españoles que aquí se quedaron./ Y los ambiciosos gringos/ que están aquí, al lado,/ sacando el petróleo de los mexicanos.
Publicado originalmente el 25 agosto de 2014 en una publicación local de Cuernavaca, publicado bajo el título «Las 250 muertes en la memoria de Tlaltizapán que omiten los libros».