¡Cerdos!
Por Máximo Cerdio
Jordi
Jojutla, Morelos; 27 de diciembre de 2022. Todos los días, Jordi sale de la casa marcada con el número 125 de la avenida 5 de Mayo, a tomar el sol cuando éste se arroja desde la orilla del techo de protección y se lanza en caída libre hasta el piso.
Allí se acuesta extendido en toda su sabrosura, recargando energía, con los colmillos curvos como arracadas que le recuerdan sus orígenes en las selvas de Vietnam y con los ojos cerrados y apretados, para que todo el placer permanezca dentro.
Horas después se levantará e irá a la tortillería que se localiza en la misma acera, a unos metros, en donde invariablemente le regalarán una bola de masa, como a varios perros del barrio, y se irá con su premio a degustarlo bajó el sol o debajo de una mesa, en el zaguán, a la puerta de la entrada de la casa, que es una verdulería y que se llama “Jordi”.
El cerdo tiene cinco años de edad, es decir, lleva apenas un cuarto de su vida, vino a Jojutla “regalado”.
“Se lo obsequiaron a mi hermana Margot y siempre lo dejaba aquí; se supone que era un mini pig, pero fue creciendo y creciendo”, dijo Araceli Mercado Gaytán.
Cheli platicó que Jordi es una mascota muy inteligente: pide su comida, permanece cerca de ella, y cuando los dos perros se le quieren acercar Jordi les gruñe para advertir que él la está protegiendo. Es de la casa, pertenece a ella y no es menos ni más que los otros Daysi y Rona.
También dijo que desde que era un puerquito lo miman: le celebramos su cumpleaños el 5 de febrero, se baña todos los días, algunas veces lo aceitan, se le da agua, se le cuida cuando sale a tomar el sol y también lleva una buena alimentación: come mucha verdura y frutas, poca harina o carbohidratos para evitar que suba mucho de peso y represente más dificultades, es decir, le cuidan la “línea”.
Siempre ha sido muy juguetón con los niños, lo disfrazaban de mil cosas, pero conforme fue engordando y creciendo fue dejando la ropita: pesa poco más de 100 kilos y mide como 50 centímetros.
También cuidamos sus colmillos, es necesario recortárselo para que no se lo ensarte él mismo en su cabeza; en ocasiones él se los ha quebrado cuando anda en el patio o debajo de la mesa o jugando con los perros.
“Sí, me lo han querido comprar, pero no lo vendemos, todos en la cuadra lo conocen, y también en otros lugares, a veces pasan en coche a saludarlo, es una celebridad Jordi”, comentó.
(Aquí podría faltarme la mención de que no piensan comérselo y que, contrario a muchos cerdos que siquiera nacen o no llegan ni al año, Jordi va a seguir festejando cumpleaños y más cumpleaños, hasta que a la Muerte se le antoje y se lo lleve para hacerlo chicharrón y carnitas en el inframundo o quizá también lo tome de mascota y se vuelva una versión actualizada de La Cocha enfrenada.)
El Pichi
La marrana parió cerca de ocho marranitos y uno nació con las patas traseras muertas.
No podía competir con los demás a la hora de comer y aunque nosotros lo poníamos en la teta de la mamá, sus voraces hermanos lo apartaban, lo golpeaban y lo dejaban sin comer. Con algo de suerte el pequeño alcanzaba nomás unas gotas de leche, irremediablemente enflacó hasta casi estar en los puros huesos.
-Ese cochi se va a morir, ahuizoteó mi abuelo.
En el sur tenemos la creencia que si ponemos nombre a los animales estarán protegidos contra la muerte o al menos morirán siendo alguien o algo, que es mejor que morir siendo nada, lo que equivale a no haber existido.
Para conjurar la sentencia, mis tías le pusieron cariñosamente al cerdito El Pichi (bebé o pequeño).
Además, advirtieron al abuelo que lo alimentarían, y así fue. El cerdito creció con leche de vaca, mimado por mis tías y mi hermano.
No dejaba ni a sol ni asombra a Javier, se trasladaba de un lugar a otro arrastrando sus patas de trapo.
Creció mucho, y después de tres cuatro años mi abuelo decidió que en su cumpleaños sacrificarían al cerdo,
Mi abuelo Alberto (papá Beto) era el jerarca, cuando vaticinaba algo se cumplía, y la muerte al Pichi fue una las pocas veces que erró.
Cuando Papá Beto hablaba todos callaban y se tenía que aceptar.
En casa había cuatro perros, cazadores y protectores, en una ocasión, una de las perras tuvo 12 perritos.
Papá Beto llevaba una butaca, la puso en el suelo y se sentó al lado de la camada, mientras los animalitos aún ciegos buscaban la teta de la madre. Ordenó que se llevaran a la perra y la amarraran lejos, en un árbol. Se sacó su pistola de la cintura, la tomó con la mano derecha del cañón y cogió con la izquierda a un cachorro: lo levantó y le miro la cara, el cuerpo, y con la cacha del arma le destrozó el cráneo de un golpe; luego arrojó el cuerpecito a un lado. El animal no tuvo oportunidad ni de chillar. Así fue, uno por uno, hasta dejar vivos sólo a dos. Se levantó de su butaca y buscó un trapo para limpiar la sangre de su pistola, luego se la puso en la cintura y siguió trabajando.
La advertencia sobre el marrano era seria, lo sabíamos todos.
Ni mi abuela ni mis tías dejaron que el pinche viejo matara al Pichi, que para entonces pasó de ser un suculento cerdo a la mascota de mi hermano y se convirtió en una especie de hijo de mis tías solteras.
La fotografía corresponde a esa época. Mi hermano llora junto a su marrano porque no quería salir en la foto, mi tía Amparo lo detiene, descalza, en el patio de tierra que era territorio sagrado por donde señoreaba el consentidazo.
El Pichi murió de viejo y lo enterramos en el patio de la casa, al lado de un árbol flaco de cupapé.
Oda al cerdo, de Enrique Labarta Pose
¡Oh, cerdo, emperador de la pocilga!:/ Hoy, ante ti, se postra reverente/ y estos versos te endilga/ con una gana atroz de hincarte el diente,/ un pobre vate hambriento,/ que admira el ideal que en ti se encierra;/ ideal suculento;/ el único tangible de la tierra./ Los demás son quiméricas utopías,/ tomaduras del cuero cabelludo/ e ilusiones impropias/ de un hombre, que se precie de sesudo./ Permite que te admire, ¡oh, gran marrano!,/ por diversos motivos;/ pues, muerto, vales más que muchos vivos/ de este género humano,/ al cual, con honda pena, pertenezco,/ tal vez, porque ser cerdo no merezco./ ¡Rey de las subsistencias!/ en esta edad, agosto de tenderos,/ que llamarán los siglos venideros/ «la edad de las forzosas abstinencias»,/ cuando el suspiro postrimero exhalas,/ tus despojos aprontas,/ y aunque no tienes alas,/ con ellos te remontas/ por encima de pueblos y naciones,/ y subes, subes, subes,/ con tus lomos, chorizos y jamones,/ hasta ponerlos todos por las nubes./ ¡Oh, ven hacia mí, cerdo gordito!;/ aunque… no vengas solo,/ pues con todas tus cerdas yo te admito./ Ven sin ceremonial ni protocolo,/ que aquí te espera ansioso mi apetito,/ de par en par abierto,/ y te aclama mi estómago desierto./ Si vienes, subirás a mi buhardilla,/ partiremos a medias las bellotas,/ merendarás papilla/ y hasta, si quieres, te pondrás mis botas/ y saldrás a la calle con sombrilla./ Tendrás tan rico trato,/ que comeremos en el mismo plato;/ el peine te daré con que me peino,/ y hasta te haría Senador del Reino,/ si encontrase algún modo/ de llevarte al Senado;/ pues, sé, por descontado,/ que allí no harías mal papel del todo./ Tuyo será mi lecho por las noches;/ y cuando el gorro de dormir te pongas/ y la fina camisa desabroches,/ seis castañas pilongas/ te ofreceré en la cama,/ cual se ofrecen bombones a una dama;/ y después del manjar refrigerante,/ para arrullar tu sueño interesante,/ si Dios no lo remedia,/ te leeré… del Dante/ «La divina comedia»./ Ven, ¡oh, marrano!, ven, ven a mis brazos,/ que muriéndome estoy por tus pedazos./ Aunque he de darte muerte traicionero,/ tendrás en mi un amigo verdadero;/ y tras tanta amistad, quizá te asombre/ lo que pienso al final hacer contigo;/ mas, ten en cuenta, que esto que te digo,/ a cada paso suele hacerlo el hombre/ con su mejor amigo./ Ya ves tú, que indecente/ es el género humano;/ entre un hombre y un cerdo, francamente,/ yo no sé cuál resulta más marrano./ ¡Oh… cochino grasiento!;/ después de las mujeres,/ del espíritu gala y ornamento/ y quinta esencia de lo suculento,/ sin disputa, tu eres/ el más aprovechable de los seres./ ¿Quién vale lo que tú, sobre el planeta?/ Por los restos de un sabio ya difunto,/ no hay patrona que suelte una peseta;/ mas, de los tuyos, compran hasta el unto;/ que, sin pizca de fibra,/ suele venderse a dos pesetas libra./ ¡Ah!, mil veces dichoso/ el hombre, envidiado ni envidioso,/ que por el turbio mar de la existencia,/ mientras la humanidad, sudando el quilo,/ interroga a la esfinge de la Ciencia,/ confiado y tranquilo,/ en su barquilla va, llevando a bordo/ una hermosa mujer y un cerdo gordo./ Ven hacia mi, ¡cochino, puerco, guarro!;/ y, aunque te llamo así, no es como insulto;/ pues, te admiro, por noble y por bizarro,/ y te rindo más culto,/ que a muchos personajes de gran bulto,/ que desde el Rhin al Ebro,/ andan, por un error sobre dos patas,/ y escondida en el fondo del cerebro/ llevan la fe de erratas./ ¡Cuánto envidio tu suerte y tu destino,/ simpático cochino!;/ que, aunque al fin te asesinan, por de pronto,/ todos en vida endulzan tu camino;/ yo, en cambio, del vivir, la lucha afronto/ y al pudridero iré cuando sucumba;/ mísero porvenir de los humanos;/ para que allí me coman los gusanos;/ mientras que tu encontrarás más digna tumba./ Pues, los hombres seremos/ los gusanos que a ti te comeremos./ ¡Oh, cerdo!, mi ideal inaccesible;/ como el de Bécquer, véote imposible;/ incorpóreo, impalpable,/ y será muy probable, que a pesar del volumen de tu masa/ y de tu mucha grasa,/ aún siga concibiéndote mi mente/ como un ser fabuloso eternamente./ Enamorados hoy de tus hechizos,/ los vates te disparan sus canciones/ y a celebrar acuden, tus chorizos,/ tu tocino, tu lomo, tus jamones,/ tus ricos chicharrones,/ tus sabrosas morcillas,/ tus orejas, tus patas y costillas;/ pues todo es comestible;/ nada hay en ti, de la cabeza al rabo,/ que por no ser bastante apetecible,/ redunde de tu fama en menoscabo./ ¡Ay, cómo los poetas se relamen,/ escribiendo las odas del certamen!./ Cerdo mío, no escuches/ sus cantos de sirena tentadores;/ pues te alaban traidores,/ para que luego vayas a sus buches,/ sin pompas, sin honores;/ pobre y oscuramente,/ como vulgar sardina mal oliente./ En cambio, yo te juro,/ si acudes de mis ripios al halago,/ que bajarás al inmortal seguro/ con más magnificencia que un rey mago./ Te haré un entierro, no de los modestos,/ sino de los que llaman de primera;/ y hasta la tumba bajaré tus restos,/ al compás de una lánguida habanera./ Iré a llorar con lágrimas de grasa/ sobre tu tumba amiga,/ y hasta pondré una gasa/ de luto en la barriga./ Y cuando al libro pases de la historia,/ si el premio gordo, el hado me procura,/ para rendir tributo a tu memoria,/ con champán regaré tu sepultura./ Postdata que te envío:/ Gloria y prez de los cerdos de Segovia,/ si al fin no has de ser mío,/ permita Dios que mueras de hidrofobia/ y te tiren al río.