Agur y los valientes de Zapata
Por Máximo Cerdio
Tlaquiltenango, Morelos; 10 de octubre de 2022. El 28 de septiembre, luego de que Agur Arredondo Torres presentó su libro Los valientes de Zapata, Guerrilleros y guerrilleras de Morelos, Guerrero y Puebla, en el patio techado de la escuela Celerino Manzanares de la colonia del mismo nombre, ante la directora Brenda Alely Torres Santibáñez y el ayudante municipal Octavio Barreto Martínez, y cerca de 20 personas.
El autor relató que con la investigación de la biografía de Celerino inició lo que sería el libro que se presentaba ese día.
Llegué a vivir a la colonia en diciembre de 1986 y cada 27 de septiembre veía, sin involucrarme, la velada al general el, y el 28 el desfile de escuelas. Sólo sabía que Celerino Manzanares fue un general que anduvo con Zapata, eso me dijeron algunas personas adultas.
Fue hasta el 27 de septiembre de 1997 que me pregunté sobre el personaje. Puse atención a la placa del busto que se encuentra cerca de la escuela y sólo dice: «General Celerino Manzanares, murió el 27 de septiembre de 1932, tus amigos te recuerdan».
Subí a la escuela y la directora me dio dos o tres hojas oficio, en cuanto a la biografía solo decía fecha de nacimiento y nombre de los padres de Celerino. Lo demás eran datos monográficos de la colonia.
Anoté el nombre de las calles: Jesús Cerrillo, Andrés Núñez, Eutimio Rodríguez, Efrén Mancilla, Juan Rojas y Lorenzo Vázquez. Con excepción del último, los demás eran anónimos o su biografía no era conocida.
Comencé a leer libros sobre Revolución y zapatismo buscando estos nombres. Recurrí a los más ancianos de la colonia para entrevistarlos y así surgió la información, datos biográficos, documentos, periódicos, apuntes personales, etcétera.
EL proyecto inicial se llamó El general Celerino Manzanares y sus compañeros de campaña, la intención era elaborar un folleto con las 7 biografías cuyos nombres tienen las calles de la colonia.
Pero al final tenía un cuaderno de apuntes con muchas biografías anónimas y de distintos municipios, incluso de otros estados.
En la primera presentación del libro, que es una redición de los volúmenes de 2002 y 2005 (Los valientes de Zapata, guerrilleros de la zona sur del estado de Morelos y del norte de Guerrero) con biografías nuevas, con un tiro de ejemplares 200 ejemplares y editado por Libertad bajo palabra, el cronista Arredondo Sánchez platicó que es su búsqueda de más información sobre el tema, conoció al historiador Valentín López González:
Un amigo de Santa Rosa Treinta de nombre Eufemio López Gadea me dijo: «Ve a ver a Valentín López González, es mi primo (o sobrino, no recuerdo); él escribió Los compañeros de Zapata, vive en Cuernavaca, en la calle Leyva 500″.
Me recibió y le dije quién era, que iba de Tlaquiltenango y estaba escribiendo un trabajo. Le mostré los apuntes impresos. Me faltan datos del general Celerino Manzanares y otros personajes y quiero ver qué tiene usted, le dije.
«Ya no hay nada que investigar de la Revolución ni de zapatistas», me dijo sin más, completando con ademanes de sus manos la negativa.
Segundos después llamó a uno de sus colaboradores y le pidió traer el Diccionario Histórico y Biográfico de la Revolución Mexicana, tomo IV, relativo a Morelos, editado por el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana.
Tomé de ahí lo poco que tenía de los personajes que me interesaban, agradecí y me despedí de Don Valentín.
Acabada la presentación, en el marco de las actividades conmemorativas por el nonagésimo aniversario luctuoso del general Celerino Manzanares, Agur, Carlos Leana Neri y yo agarramos camino rumbo al domicilio donde se iba a brindar la comida.
De acuerdo con el programa que se repartió por toda la colonia y que nosotros no leímos, la fiesta comenzó el día anterior con la entrada de flores y un programa cívico por la noche.
Nos dijeron que la casa donde iban a dar de comer estaba por los campos y nosotros entendimos que eran deportivos, así que en vez de atravesar a pie el puente de La Manzanares, nos fuimos en el Toponeitor.
Mientras dábamos una enorme vuelta, recordé que Agur había mencionado que en el libro había biografías de guerrilleras:
“La que más me impresionó fue la de Pepita Neri, dado que la depravación y maldad criminal se ha asociado más con el hombre que con la mujer. Una sicópata que aprovechó la Revolución para su desenfreno.
“En segundo lugar me llamó la atención Amelia Robles, por la aceptación y manifestación explícita de su diversidad sexual”, me diría en entrevista posterior, y acotaría que sobre ellas no hubo selección a priori, salieron en el transcurso de la investigación
Pensábamos llegar en cinco minutos, pero tardamos más porque no dábamos con el domicilio.
-Lo que decide uno no incluir en los textos que se publican, lo que puede ser cierto o es una vil mentira ¿dónde queda? Se debería hacer un libro con todo eso.
Agur contó que en su investigación de varias décadas se contó con muchos hechos que tuvo que desmentir y con muchas verdades que tuvo que aceptar:
“Don Emiliano Leyva, de Galeana (en 1932 todavía de Zacatepec), me dijo: ‘El Loco Manzanares murió de briago, nada que lo envenenó una mujer. Ahí en la casa de doña Efrén Avelar, su mujer en Galeana, murió echando los hígados’.
“Don Fernando torres Casamata de la colonia Manzanares, y con quien inicié las entrevistas de la investigación, me dijo: Manzanares siempre andaba bebiendo después de la Revolución».
“Don Bartolo Rodríguez Zúñiga, hijo del general Eutímio, cuando le pregunté: ¿Y cómo murió su papá?, su respuesta fue: ‘mi papá agarró sin permiso unas vacas de su compadre Margarito Castillo, de Los Hornos, Tlaquiltenango. Castillo le reclamó y en respuesta mi papá le dio de balazos y murió. En venganza, los hijos de Castillo lo emboscaron frente al panteón de la Manzanares y lo mataron. Eso fue en 1918.
“Cosa curiosa: los dos generales están sepultados en el mismo lugar, en una capilla poza del exconvento de Santo Domingo de Tlaquiltenango. Rodríguez en 1918 y Manzanares en 1932. Además, Manzanares tuvo una hija con una hermana del general Rodríguez, en 1926”.
Preguntando, y después de más de media hora dando vueltas y metiéndonos en varias calles muy angostas y en terrible estado llegamos a una casa en donde había unos manteles, frente a la casa un terreno amplío conocido como El chilar.
-Cuando era yo alcohólico nunca me perdí. Llegaba yo a las fiestas más lejanas, aunque no me invitaran. Me ponía arrimaba yo en el quicio de la puerta de la casa y poco a poco me iba metiendo hasta quedar en la mesa de los novios, bebiendo con los padrinos y exigiendo eso que ellos estaban tomando. Una vez hasta me dieron un puro de esos cubanos, muy caros.
-Esa comida ha de saber riquísima porque se nos está escondiendo.
El ingeniero Agur Arredondo Torres, Agur, para los amigos, relató cómo le tuvo que poner nombre al libro:
Presentó el proyecto al concurso Programa de Apoyo a Culturas Municipales y Comunitarias, en 2000, no pasó; en 2001 insistió y pegó. El proyecto era Elaboración de Biografías de revolucionarios anónimos y ampliación de biografías incompletas.
Hacia mayo del 2002 el libro ya estaba en proceso y el responsable me apremiaba a ponerle título. De visita un sábado a mi hermana Ester, en Zacatepec, me senté a esperar que se desocupara, y mientras tomé un diccionario de la Biblia que vi encima del refrigerador.
Lo abrí al azar y la palabra que apareció fue: «Eleazar. Uno de los valientes de David». Y narraba sus proezas. Y la fuente bibliográfica era 2 Samuel 23.8.
Volví a hojear el libro al azar. Abisai. Uno de los valientes de David. Y narraba sus proezas. La fuente bibliográfica era 2 Samuel 23.8.
Dos veces más hice lo mismo: Sama…, Benaía… La fuente bibliográfica era 2 Samuel 23.8.
Tomé una Biblia y busqué la cita. Y ahí estaba el título: Los valientes de David.
Al leer el texto completo surgió el paralelismo: Los valientes de Zapata.
Frente al corral de toros, unos vecinos dijeron que teníamos que rodear varios terrenos para llegar donde otro lado donde había porterías de fútbol. Nos dirigimos hacia allá.
Algunas calles eran muy angostas y estaban sin pavimentar; muchos perros nos salían a ladrar, entre la jauría destacaba varios chihuahueños que podrían desmentir el origen lobuno de los cánidos.
Llegamos al campo deportivo y no dimos con el domicilio. “Es por una casa anaranjada”, nos indicaron, y tuvimos que regresarnos algunas cuadras.
Agur es ingeniero de profesión y con esta edición del libro está celebrando 25 años de cronista, y cuando le pregunté si decidió ser cronista e investigador o historiador o las historias y anécdotas lo arrastraron a esos “bajos mundos”, me respondió que la investigación, que inició por curiosidad, lo fue jalando: “Después del 2002 la historiadora Laura Espejel López, de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, me sugirió aplicar la metodología apropiada utilizada por los historiadores para darle más soporte y confianza a mi trabajo. Ella hizo el prólogo de la tercera edición (2005).
Poco antes de las 2 de la tarde, dimos con la mentada casa. El campo al que se refería la persona que nos dijo dónde iba a ser la comida era El Chilar, y se trataba de un campo de cultivo, no un campo deportivo.
Frente a la casa con un patio grande un árbol al que todos cyhulearon la sombra estaba un terreno de cultivo, algunas veces vimos cortando jícamas a un grupo de agricultores en ese terreno.
Detrás de la casa había matas de maíz, al lado casas y más casas, del lado contrario más casas y más adelanta un terreno cultivado con caña.
Fuimos los primeros invitados. Había mesas con manteles blancos en un patio frente al terreno conocido como El Chilar. Había dos mujeres jóvenes y cuatro hombres jóvenes platicando, fumando y bebiendo cerveza. Nos invitaron, uno de nosotros aceptó una cerveza.
También había gallinas y unas cabras en corrales pequeños.
Ahí continuamos platicando sobre del libro.
Agur me relataría días después, que varias personas, tlahuicas, que ni aportaron datos ni nada, decían: «¿Qué tanto investigas eso, ya se murieron, pa´qué sirve? Otros me decían: «ya ponte a trabajar en algo serio, deja de andar de huevón».
Otro zoquete me dijo: ¿qué, quieres pedir parcela con esos datos? ¿o pensión de revolucionario?
También hubo de los buenos: en Iguala el profesor Guadalupe Sotelo Hernández y el maestro de la herrería Rolando Alonso Jiménez, siempre me recibieron en sus hogares y me dieron hospedaje cada vez que llegaba de improviso. «¿Ora a que rancho vas? ahí está el coche». Cocula, Apipilulco, y alrededores de Iguala fueron los lugares donde entrevisté personas descendientes de revolucionarios. Teloloapan y Arcelia, no escaparon; los cronistas de allá fueron muy amables, ambos han fallecidos.
Un día en Rancho Viejo, a un lado de Huautla, Tlaquiltenango, al ir subiendo un tecorral alto, las piedras se movieron y me vine para atrás en caída libre, y las piedras tamaño balón de futbol atrás de mí. Alcancé a resortear sobre las rocas del tecorral y me impulsé fuera del alcance de las piedras que caían. Por cubrir la cabeza de la caída descuide el rostro y derrapé de cara sobre la tierra. Me raspé la piel de la cara del lado derecho. Anduve con la costra como una semana completa y dolor de rodillas por con el golpe y caída de un metro de altura.
Don Fernando Torres Casamata (n. 1910), ayudante municipal de la colonia por dos ocasiones y quien propuso los nombres de las calles, murió en el 2001, antes de salir la primera edición de Los valientes de Zapata (2002), por eso lo dedique a su memoria; y don Leobardo Mejía (n. 1910) murió dos días antes de la presentación del libro, en agosto del 2002. Fueron sucesos que me dejaron un sentimiento de tristeza.
Franco Domínguez Perdomo, inseparable durante el proceso de la segunda edición (agosto 2005), murió de cáncer en enero. Neta que lloré su ausencia cuando se presentó el libro. Me había presentado descendientes de revolucionarios de las rancherías de Tlaquiltenango y puso su coche al servicio del proyecto. 25 años después (1997-2022) ha muerto la mayoría de los entrevistados.
Una hora después de llegar no ofrecieron comida: carne de cerdo en salsa o mole anaranjado y arroz con tortillas de máquina, agua, refresco o cerveza. Estaba muy rico y teníamos mucha hambre.
Comimos y seguimos platicando, alguien pidió otro plato más. La prudencia, que no es nuestra mejor virtud, piso el freno: llegaría mucha gente al convite y a lo mejor no alcanzaría para ellos.
Como ocurre en las comida para el pueblo, de entre la nada apareció en una mesa una botella de agua con medio litro de mezcal. Ninguno de nosotros le entró, pero los comensales vecinos la agarraron del pescuezo y comenzaron a servirse.
La gente, recién bañada y con ropa de fiesta comenzaba a salir de entre las calles polvosas, nosotros nos paramos, demostrando que somos gente educada y pensamos en los demás. Cedimos nuestros lugares en los habíamos estado sentados más de 90 minutos.
También dimos las gracias y ya que estábamos parados decidimos que era el momento justo de emprender la retirada.
Agur nos dijo que regresaría a Tlaquiltenango y Carlos y yo nos subimos al auto y arrancamos por los las calles torcidas. Eran poco más de las 15:30 horas.
Leana Neri estudia Licenciatura en patrimonio histórico, cultural y natural en la Universidad para el Bienestar «Benito Juárez García», en Tlaltizapán, y me invitó al 2 de octubre a escuchar testimonios sobre la Guerra Sucia.
En esta colonia situada en los límites con Jojutla hay todavía algunos campos cultivados, la gente ha vendido sus tierras y se han construido casas y negocios, pero aún corre un aire fresco y descalzo en los días de lluvia y por las tardes; fondeados por cielos de un gris metálico, parvadas de pájaros y aves extranjeras atraviesan el tiempo.
Por aquí y por las calles donde nos perdimos con el vocho anduvo el general Emiliano Zapata Salazar y los valientes que menciona Agur en su libro.
Entramos a la avenida Morelos rumbo al centro de Jojutla para pasar a dejar a Carlos, la jornada laboral estaba a la mitad.