Tres imborrables momentos en la niñez de Fernanda

Dibujo sobre Chuchito

Por Máximo Cerdio

Como Juan por su casa pasó el Día del niño y hubo pocas celebraciones públicas. El semáforo epidemiológico permanece en color amarillo en Morelos y están prohibidas las reuniones masivas. No hay clases presenciales y no se pudo ver, el viernes pasado, ni el sábado que fue el mero día, a los parvulitos de la mano de sus padres disfrazados de abejas, árboles, vaqueros, inditos, chinelos, etcétera.

Fernanda, de casi 21 años, me dice que apenas y recuerda algunas etapas de su niñez, pero que tiene muy claros tres momentos: la del policía que la saludó, la vez que conoció a Chuchito y la del hombre que compraba lágrimas.

“Papá el policía me saludó”

Mi esposa me avisó que por fin de cursos el salón del kínder donde estudiaba Fernanda tendría una “Magna” exposición con los mejores trabajos de los alumnos. Sería en la Casa de la Cultura Jesús Reyes Heroles, en Coyoacán, en la Ciudad de México. Yo coordinaba ahí un taller de poesía, todos los días martes, por la tarde. El día de la muestra de trabajos yo no podría estar allí porque sería a las 10:00 de la mañana y yo tenía un trabajo formal de 9:00 a 17:00 horas. 

Roberto era un policía que cuidaba la Casa de la Cultura, tendría como 55 años, no medía más de un metro con cincuenta y cinco centímetros y era muy platicador y confiado. Los días que me tocaba clase, pasaba por un café y una dona para él. Mientras esperábamos a los alumnos, platicábamos de mil cosas. 

-Roberto, necesito un favor. Tal día va a venir mi hija con sus amiguitos, van a exponer en una sala de acá. Yo no voy a poder estar porque trabajo, pero quiero que por favor, cuando vayan pasando, preguntes quién es Fernanda y le digas que su papá le manda saludos.

-Afirmativo. Así lo haremos mi jefe.

A mí se me olvidó el día de la muestra, pero una tarde que llegué a casa después del trabajo, abrí la puerta y mi hija corrió hacia mí y me dijo:

-¡Papá, papá, el policía me saludó!

Yo la abracé y la llevé a la sala cargando.

Rosamaría me platicó que la miss llevó a los niños a la entrada de la Casa de la Cultura, formó a los quince y poco a poco fueron entrando hasta que un policía uniformado de azul, armado, de baja estatura, pero que los chicos vieron como un gigante, los detuvo. El oficial, muy serio, con libreta en mano comenzó a pasar por la fila como tomando apuntes y luego se paró enfrente de la fila y con una voz fuerte preguntó:

-¿Quién de ustedes es Fernanda Cerdio?

-Yo –dijo Fernanda algo temerosa.

Y el policía se acercó y se inclinó para decirle:

-Tu papá me dijo que ibas a venir con tus compañeros, me pidió que les diera la bienvenida y que los cuidara. ¡Bienvenidos y adelante!

Entonces los niños pasaron muy formados hasta la sala en donde se reunieron entorno a Fernanda para tocarla y admirarla porque el policía había dicho su nombre.

Lo que le pasó a Chuchito

-Si no te comes la sopa te va a pasar lo que le pasó a Chuchito. 

-¿Qué le pasó a Chuchito?

-Siéntate y come la sopa y te voy platicando.

El truco no fallaba y cuando Fernanda no obedecía recurría a él.

Las anécdotas sobre Chuchito eran en parte reales y en parte inventadas, el personaje se adaptaba a cualquier circunstancia.

La primera vez que las historias de Chuchito llegaron a la casa fue cuando Fernanda y Aurora prendieron un cerillo.

Las vi queriendo incendia un papel y les llamé al atención, entonces, les dije: apaguen el cerillo porque si no les va a pasar lo que le pasó a Chuchito. Las niñas apagaron el fósforo y se sentaron para que les platicara.

“Chuchito estaban tronando cohetes con sus amigos, os arrojaban a los perros, gatos y pájaros, entonces un cohetón no explotó y Chuchito fue por él, lo tomó en la mano derecha y ¡Pram!, explotó y le despedazó la mano”.

Mientras narraba iba haciendo dibujos de lo ocurrido.

Las niñas quedaron verdaderamente sorprendidas, sobre todo Fernanda, que tiene cinco años menos que Aurora.

En otra ocasión, a propósito de que no querían hacer la tarea, les dije que se iban a quedar como burritas y que si no estudiaban les pasaría lo que a Chuchito, y les conté:

La mamá de Chichito trabajaba lavando ropa ajena y limpiando casas. Se acercaba el fin de año y le compró a su hijo zapatos, pantalón blanco y camisa blanca para que recibiera su certificado. El día de la graduación pidió permiso para ir  con su hijo. Cuando llegaron ella y él estuvieron en la ceremonia pero no mencionaron a Chichito, entonces la maestra fue a hablar con el director y éste le dijo que su hijo había sido dado de baja porque tenía más de seis meses que no iba a clases.

Conocía a Jesús (Chuchito) porque me arreglaba el coche. Tenía como sesenta años. De baja estatura, era muy eficiente a pesar de que sólo tenía la mano izquierda, también era honrado y muy platicador. Mientras me reparaba el coche hablaba de su infancia, me platicó cómo perdió la mano y las travesuras que hacía con sus amigos; a veces lloraba porque su mamá trabajaba mucho para mantenerlo y para que él fuera a la escuela, pero a Chucho no le gustaron las letras ni los número y, desde pequeño, lo llevaron de aprendiz con un mecánico y se quedó ahí, hasta que se hizo maestro y puso su propio taller.

De todas esas anécdotas seleccioné varias para que sirvieran de ejemplo a mis hijas.

-A veces le cuento a mis hijas tus anécdotas –le confesé un día, pensando que se iba a molestar.

-Está bien, para que no hagan pendejadas como yo -me contestó.

Un sábado, como a la 10 de la mañana, que Fernanda amaneció con ganas de hacer berrinche, le apliqué el truco de las anécdotas, entonces se paró frente a mí y muy seria me dijo:

-Chuchito no existe.

Nunca pensé que pusiera en duda la efectividad de mis relatos y menos la existencia de Jesús. Dejé de hacer lo que estaba haciendo y salí de mi casa rumbo al taller de Chucho. Lo encontré debajo de un carro. Lo saludé y se deslizó para saber quién le hablaba y me devolvió el saludo.

Se limpió con una estopa y me preguntó que tenía el coche.

-Nada – le respondí. Y en seguida le aventé un pedimento muy extraño para él.

-Quiero, por favor que vayas a mi casa y le digas a mi hija Fernanda que lo que le he contado de ti es cierto, anda muy berrinchuda. Sé que te voy a sacar de tu trabajo, pero necesito que vayas, por favor. Vivo a cinco minutos de aquí.

-Otro día iré si puedo, tengo mucho trabajo y debo entregar dos carros.

-No seas cabrón, no vas a perder ni 15 minutos.

Tomó su teléfono y marcó a no sé quién. Dijo unas palabras y me respondió:

-Tienes suerte cabrón. Me van a entregar una pieza que necesito poner el coche y me dice el eléctrico que ya está. Vamos, te sigo.

Llegamos a la casa, abrí la puerta y Fernanda estaba sentada en la alfombra, aún con su mameluco, en cuanto me vio se paró.

-Fer, mira, mi amigo te quiere hablar.

Entonces Jesús se paró frente a ella y me dijo.

Me llamó Chucho, y cuando era niño, muy travieso, por estar tronando cohetes con mis amigos, agarré uno que no explotó y me explotó y me voló la mano. Mira.

Entonces Chucho le enseñó el muñón derecho a Fernanda.

Ella lo vio con asombró, se paró, fue hacía mí y se puso detrás, asustada, abrazando mis piernas.

-Pórtate bien, nena –Le dijo a mí hija, volteó y se despidió de mí.

Desde entonces, Fernanda cree en todo lo que le cuento.

El hombre que compraba lágrimas

Fernanda nunca fue berrinchuda ni chillona, pero a veces se iba en lágrimas por algo que quería y no se le cumplía. Esto ocurrió cuando tenía como cinco años. Un sábado por la mañana en la casa se puso a llorar y no paraba; yo no podía contentarla hasta que se me ocurrió abrir un frasquito pequeño y le dije que me permitiera llenar esa botellita con sus lágrimas. Sollozando me preguntó para qué y yo le dije que era para venderlas, un hombre pasaba por la calle, en la madrugada, a comprar lágrimas de niños berrinchudos y chillones. Llora más para que tengamos más lágrimas y me den más dinero, le dije. Dejó de llorar y me permitió atrapar algunas lágrimas en la botellita.

El domingo, mi esposa, Aurora y Fernanda nos levantamos temprano y fuimos a comer tacos con el puesto de la esquina.

Mientras Aurora y Rosamaría comían, metí la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué un puñado de dulces. Fernanda, que tenía medio taco en el plato, vio los dulces y abrió sus manitas para recibirlos: se desbordaron.

-En la madrugada pasó el hombre que compra lágrimas, vendí las que había guardado en la botellita y con el dinero compré estos dulces para ti.

Ella sonrió, guardó los dulces en una bolita de su vestido, me dio un beso y siguió comiendo.

Mi esposa y Aurora, que no sabían la razón, se quedaron paralizadas, con el taco atorado en la boca.