Dos entierros campesinos
Por Gabriel Páramo
I
Está empezando 2007; apenas pasaron Reyes, pero ya empiezan a calar el calor y el sol brillante tan morelense. Por las calles principales de Cuautla, un cortejo doliente formado por campesinos, gente de pueblo, mujeres, ancianos, niños, acompaña los restos de Mateo Zapata Pérez, hijo menor de Emiliano Zapata hasta el palacio municipal, el monumento a su padre y, finalmente, al modesto cementerio de la ciudad.
Mateo Zapata, a quien prometieron mucho y no aceptó nada, murió de vejez y su figura de pantalón de vestir, guayabera blanca, bostonianos y texana negra ya no se vería más por las calles del estado por el que su padre lucho hasta caer bajo las balas de la traición.
Mientras caminamos entre mujeres cargadas de flores y hombres con el sombrero de palma en la mano, pienso en que la semiótica nos ha enseñado que no solo es importante lo que está, sino también lo ausente, y en esta celebración, está ausente la figura de las autoridades. No hay representante de la presidencia de la República ni del gobierno del Estado, para quienes la muerte de un hombre reconocido por muchos como seguidor del revolucionario asesinado en Chinameca, ha pasado completamente inadvertida.
No podemos dejar de recordar que a pesar de discursos oficiales, los campesinos han permanecido olvidados del “Supremo Gobierno” y, como ejemplo de este desdén, no está de más recordar que a los militares zapatistas, apenas en la presidencia de José López Portillo (diciembre de 1976 a noviembre de 1982) se reconoció su participación en la Revolución y empezaron a recibir la pensión a la que tenían derecho.
Solamente Sergio Rodríguez Valdespín, presidente municipal de Cuautla, está afuera del panteón, respondiendo distraído preguntas de reporteros locales sobre cuestiones que nada tienen que ver con la vida o personalidad de Mateo Zapata, el agrarismo o los campesinos. El fallecimiento y el entierro ocuparon pequeños espacios solamente en los medios locales, pero los nacionales tuvieron mejores cosas que reseñar, como escándalos de artistas, horóscopos, futbol y dietas mágicas.
Una vez más, desde la perspectiva de un nuevo orden mundial global, bonito nombre para el neoliberalismo, es explicable este desdén por la vida y muerte de un agrarista, cuando el discurso nos ha repetido machaconamente que el país requiere “modernización, industrias, transgénicos y no quedar en el pasado que representan campesinos premodernos y poco productivos…”
II
Meses más tarde, cuando verdaderamente hace calor, muere en Tlaltizapán, Morelos, cuartel general histórico del Ejército Libertador del Sur, don Luis Capistrán, hijo de un general zapatista que llegó a gobernador del estado. Joaquín Carpintero Salazar, presidente municipal que aún anda en la vida pública del Estado, manda un recado: “lo que se ofrezca” –prometer no empobrece– pero está muy ocupado y no puede if, para qué, el muerto no era político ni, mucho menos, empresario, sino un simple campesino más, viejo, enfermo y desesperanzado, como gran parte del campo mexicano, pero que hasta el último día amo la tierra y guardó una chispa de rebeldía en el fondo de sus ojos muy negros.
La despedida de don Luis se celebra como debe ser, con dolientes, pero con la gente a media calle, banda que toca las favoritas del difunto, café, pan, tortas de pierna picosísimas y niños jugando futbol. Recuerdo que don Luis Capistrán alguna vez preguntó de mí que quién era ese güero y nos dio dinero para ir a comer con un abogado agrarista para platicar sobre algunos asuntos de tierras.
Al día siguiente, por las calles empinadas de Tlaltizapán, vamos hasta el panteón en un grupo muy similar al que meses atrás acompañó a don Mateo. Hombres con gorras y sombreros, niños retozando, mujeres cargadas de flores, músicos y las lágrimas sentidas, repentinas, de su nieta que se da cuenta de que va a extrañar a su abuelo.
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Sobre Gabriel Paramo: es articulista, ensayista, escritor y periodista; profesor.