Crónica chilanga de la vacuna
Por Gabriel Páramo
Ciudad de México, 25 de febrero de 2021. Mi papá, escritor en activo a los 87 años (entrados a 88, diría él) me estuvo presumiendo varios días que ya lo iban a vacunar. Él vive en el estado más rico del país arquetipo del imperio, así que a mí no me quedaba más que aguantar. Sobre todo porque me había desanimado mucho la caótica y dificilísima aventura de darme de alta para que me vacunaran contra el Covid.
Hora tras hora, durante varios días, estuve tratando de ingresar mis datos en un sitio horrendo; lo mismo hizo Tania Juárez, una tesista de la Escuela de Periodismo, que se ofreció a ayudarme en ese trámite y, precisamente, fue ella quien logró registrarme.
Pasaron los días, mi papá me informó que había viajado a un pueblo cercano donde lo vacunaron. Yo, como niño pobre, moría internamente de envidia. Veía muy lejano que a mí me tocara, sobre todo cuando escuchaba las noticias de las compras totalmente faltas de ética de países como Estados Unidos de dosis de vacuna que excedían con mucho la cantidad de sus habitantes, o las sanciones hiperproteccionistas de la Unión Europea.
EMPIEZA LA VACUNACIÓN
Así, la noticia me cayó totalmente por sorpresa. El viernes 11 me llegó un mensaje al celular que me decía que me tocaba la vacunación el martes 16, en un punto ¡a 15 minutos de mi casa en auto! Pensé que estaba feo, pero no demasiado y empecé a elucubrar planes de cómo ir hasta allá.
El domingo 14 de febrero, Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de la Ciudad de México, anunció que comenzaba la vacunación aquí y, maravilla de maravillas, una de las alcaldías elegidas era, precisamente, Magdalena Contreras, donde vivo desde hace un año. Vi y escuché el video del anuncio y me pareció asombrosamente sensato: hay 80 mil dosis de la vacuna disponible; en las alcaldías Milpa Alta, Magdalena Contreras y Cuajimalpa hay 80 mil viejos, así que es razonable vacunarlos a todos con el mismo lote, de AstraZeneca.
La mamá del niño León me dijo por whats que a la vuelta de mi casa, en una escuela con el infame nombre de “Ernesto P. Uruchurtu”, adalid del autoritarismo y el desprecio a la ley “en pro de un bien mayor”, que está como a 178 metros de mi casa iban a vacunar, así que el lunes, no muy temprano (a pesar de ser viejo sigo odiando como a los 12 años levantarme temprano y sigo sin encontrarle la menor brizna de superioridad moral a quienes le encanta) me acerqué a la fila, no excesivamente larga, de personas esperando su vacuna.
Me llamó la atención que todas las personas que hacían cola, si lo deseaban, podrían sentarse en sillas que proporcionaban muy amables trabajadores de la alcaldía, y muchos estaban protegidos por sombrillas. Me acerqué a una de esas trabajadoras y le empecé a contar mi historia:
“Mire, yo vivo a la vuelta, pero me llegó el aviso y quieren que vaya a un lugar muy lejos de mi casa”.
–Sí, señor, allá tiene que ir –respondió con amabilidad.
“Bueno, pero ¿no sabe cuánto están tardando?
–Algo, como dos horas, pero allá también habrá sillas.
“Es que tengo una condición cardiaca y le pregunto pues para ir preparado”.
–Ah, ¿está malito del corazón? A ver, espéreme.
Y se dirigió a un señor con aire de supervisor al que le dijo algo.
–Mire, sí lo podemos vacunar aquí. Solo traiga su credencial de elector para verificar que vive aquí. Si no la tiene, un testigo o algún comprobante de domicilio.
“Me caigo al mar…”, pensé, pero afortunadamente no lo dije porque, como soy desidioso, a pesar de las sugerencias incontables que he recibido que incluyen mapas detallados de dónde se encuentra el lugar indicado, no he cambiado mi credencial del INE. “Ni modo”, pensé, “por omiso tendré que ir hasta el lugar lejano”:
LA URUCHURTU
Regresé a mi casa a comer y, más tarde salí a recoger unos análisis. Pasé frente a la “Uruchurtu” y vi que la cola estaba asombrosamente corta.
Al regresar a la casa, pensé que sería buena idea darme una vuelta por el puesto de vacunación, a ver qué veía.
Me puse una chamarra ligera y salí al viento vespertino de este lugar a unos metros de Los Dinamos de Contreras. Llegué a la escuela de nombre feo y me encontré a la empleada de la alcaldía que había visto horas antes. La saludé y ella me dijo:
–¿Viene a vacunarse? Si quiere, de una vez.
“Me toca mañana”.
–Sí, pero ya no tenemos gente y se están por acabar las dosis del día.
Entré a la escuela. Había en el lugar cercano a la puerta como siete personas. Un señor de rompevientos rojo se me acercó y le dije que guardara su distancia. Se hizo un poco para atrás y me dijo: “a mí me cambiaron a esta escuela cuando la inauguraron; venía por la parte de atrás y comía priscos y capulines”.
“¡Y peras!”, exclama otra de las personas que esperan vacuna: “Las peras mantequillas más sabrosas que he comido en mi vida”.
Los dos empiezan a hablar de la gran cantidad de árboles frutales que había antes, mientras avanzamos a la siguiente etapa, donde nos separan en un grupo como de 20 personas. Nos sentamos mientras personal médico nos da instrucciones sencillas y pregunta si alguien padece alguna alergia o determinadas enfermedades.
“A mí me cambiaron a esta escuela cuando la inauguraron; venía por la parte de atrás y comía priscos y capulines”, me vuelve a decir rompevientos rojo, y luego me cuenta que estaba viendo la televisión cuando llegó su hijo para decirle: “jefe, ya no se haga buey y váyase a vacunar que hoy le toca”, y reflexiona cómo ahora los hijos mandan a los padres.
Caminamos unos metros, y me doy cuenta que el destino me ha unido en la aventura de la vacunación con rompevientos colorado, que nuevamente me cuenta de la nueva escuela y las frutas. Le pregunto cómo era antes y me dice que no recuerda. “¿Pues eso que me dice hace cuántos años fue?”, le pregunto. Se queda pensando y me dice: “Tal vez 70 o 72… hum, deje ver, si yo tengo 74 años… no, no tengo 74, tengo 76, ¡78 años tengo!”, y parece asombrado de su edad.
EL PRIMER CUARTO DE HORA
Han pasado tal vez 15 minutos de que llegué a la puerta de la escuela y estamos a unos metros de las enfermeras que vacunan. Se ven eficientes, con esa imagen arquetípica de seguridad y firmeza de la enfermera de servicio de salud pública de México. Me siento como en los años de mi niñez, pero es una buena sensación.
Un par de guardias nacionales, con sus feos uniformes que parecen piyamas corrientes y sus viejos fusiles M16 que manipulan con notoria impericia, rondan por ahí, sin meterse con nadie, mientras las enfermeras advierten “es un piquetito” y antes de darse cuenta uno ya tiene la primera dosis de la esperada vacuna.
Siguiendo esa extraña costumbre de los mexicanos que nos lleva a hacer cola cuando no es necesario, como para entrar en cines, aviones y autobuses de asientos numerados, nos formamos después de la vacuna. Yo tomo una silla, hay muchas; sin duda, la idea de que los centros de vacunación estén en escuelas es genial: patios al aire libre, muchas sillas, gran cantidad de baños, las convierten en el sitio ideal para las vacunas.
Una persona toma los nombres de los vacunados, invitan a todo mundo a sentarse y van llamándonos para anotar nuestros datos. Una persona aprovecha para avisar que la reacción de la vacuna puede ser leve, que no se tome ningún medicamento y que no nos sobemos “porque dolería peor”. Un señor pregunta si puede tomar sus medicamentos para la presión (me ganó por un segundo) y se le responde que no solo puede, sino que debe hacerlo. El empleado de la alcaldía que nos organiza bromea con todo mundo, es atento, ayuda a quien lo necesita. Pareciera que tiene media hora trabajando y no que lleva unas doce horas de labor continua.
Lo mismo todo el personal, quienes cotejan datos y se disculpan si se comete un error, aunque no sea su culpa. Estoy seguro que nadie trabaja así si no está convencido de que su labor es importante. En muchos sentidos ellos son los héroes anónimos de la jornada.
Me toman mis datos y la controvertida foto. A pesar de pertenecer a una generación que creció bajo la sombra de agencias de espionaje legales e ilegales, creo que sí debieron haber pedido que se firmara un formato de protección de datos personales.
Tal vez, todo el proceso duró una hora, contando los 20 a 30 minutos obligatorios de observación después de la vacuna. El frío serrano arrecia y me voy a mi casa sintiéndome muy bien, contento y agradecido con los servidores públicos por un trabajo bien hecho.
Después voy a leer, y me voy a enojar, con casos de intelectuales del privilegio que se indignaron por hace cola, por historias de gente hipócrita y mentirosa que clama por el supuesto maltrato que sufrimos los viejos. Pregunté a varias personas que se vacunaron su experiencia. Para algunos, la jornada fue más larga, un par de horas; para muy pocos, tal vez tres horas, pero para muchos, como yo, en una hora todo estaba resuelto.