Cuando un Tlamatini muere: Miguel León-Portilla
Por Gustavo Garibay
“Para guiar a los hombres que aquí habrían de vivir era necesario rescatar la raíz de la antigua cultura, el testimonio del recuerdo, la conciencia de la historia”.
Miguel León-Portilla
Hace algunos años, en un ejercicio coordinado por Jean Meyer, Miguel León-Portilla escribió en Egohistorias, El amor a Clío (1993), que “la conciencia tiene el privilegio maravilloso —y misterioso— de abarcar duraciones y asimismo de recordarlas. Soy un historiador y éste ha sido mi quehacer principal. Otros lo han juzgado en parte al menos. Aún no se cierra el libro. El Dador de la Vida me mantiene en su libro de pinturas; me hace existir con sus flores y cantos; un día, como a todos, con su tinta negra habrá de marcar mi fin. Ojalá que, como también lo pensaron los sabios del mundo náhuatl, pueda decir yo ‘no acabarán mis flores, no acabarán mis cantos; los hago llegar a la casa del ave de plumas rojas y azules’, allá donde está el que, sin ser Él mismo historia, es quien la hace posible y a la postre le da un sentido.”
Qué difícil será acostumbrarse a la presencia de su ausencia. Como suele suceder con las figuras de su talla, con ese viso de eternidad, Miguel León-Portilla será reconocido y recordado como uno de los hombres más ilustres que haya dado México al mundo. Junto a figuras como la de Octavio Paz y Carlos Fuentes, en el mundo de las letras, o Edmundo O’Gorman en el mundo de la filosofía y la historiografía, la obra de León-Portilla, monumental, erudita, profunda, y diversa, le darán por su excelencia el pedestal del máximo historiador mexicano del siglo XX.
Visionario desde el despertar de su vocación, influenciado por la obra del historiador francés Henri Bergson, acerca de los procesos de construcción de la memoria y el pensamiento histórico, don Miguel supo confeccionar una obra cuyo análisis a partir de la historia y la antropología, se sostiene en la consulta, la traducción e interpretación de códices y otras fuentes originales o prehispánicas, algunas localizadas en México y otras dispersas en varias colecciones dentro de bibliotecas, universidades y archivos en diferentes partes del mundo. Como él mismo lo relató en Egohistorias: “Hasta entonces los que estudiaban o querían saber acerca de “la Conquista de México” sólo acudían a las Cartas de relación de Hernán Cortés, a la Historia de Bernal Díaz del Castillo y a las relaciones más breves de fray Francisco de Aguilar y de los Tapia. Importaba tomar en cuenta la perspectiva del Otro. Hablé sobre esto con el padre Garibay. Le propuse incluir textos ya traducidos por él; otros los traduje yo. Dispuse así el libro que intitulé Visión de los vencidos , relaciones indígenas de la Conquista. Apareció éste en 1959, con reproducciones a línea de pinturas de códices, magistralmente logradas por Alberto Beltrán, incluido en la Biblioteca del Estudiante Universitario. No voy a comentar aquí el interés que despertaron los testimonios en él reunidos. Sólo diré que es el libro publicado por la Universidad Nacional que mayor difusión ha tenido y sigue teniendo. De él existen (30 ediciones) además traducciones a (14) lenguas (inglés, francés, alemán, italiano, polaco, sueco, húngaro, serbo–croata, hebreo, japonés, catalán, portugués y Chino) y una transcripción en Braille para los invidentes.”
Miguel León-Portilla nació el 22 de febrero de1926 en la Ciudad de México, y realizó sus estudios Guadalajara y en la Universidad Loyola de Los Ángeles. En esta última obtuvo su título de Master of Arts y la mención Summa cum Laude por la tesis Las dos fuentes de la moral y la religión (1932). Con la tesis La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, en 1956 obtuvo su doctorado en la Universidad Nacional Autónoma de México, en la que fue académico de la Facultad de Filosofía y Letras e Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Históricas, del que fue director. Además de ser investigador emérito del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), tuvo todas las distinciones que un filósofo, historiador y antropólogo, de su estatura pudiera haber recibido en vida. No hay en México un científico que haya logrado hasta ahora ese nivel de prestigio y reconocimiento internacional. Quizá el reconocimiento que signa la excepcionalidad de su obra y trayectoria fue el Premio Leyenda Viva, otorgado en 2013 por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, por sus aportaciones a la diversidad del patrimonio cultural y el esclarecimiento de una filosofía indígena. Se convirtió así en la primera persona no estadounidense en recibir tal distinción.
Si hay algo que distingue la obra de León-Portilla, es la búsqueda minuciosa del dato perdido en los entresijos de una historia compleja y multiversa. Cada uno de sus libros está guiado por la tradición acuciosa de los navegantes y cronistas del descubrimiento de América y de la Conquista de México (de Colón a Cortés, pasando por las controvertidas y riquísimas obras de Bernal Díaz del Castillo, Fray Bartolomé de las Casas, Fray Bernardino de Sahagún, José de Acosta y Francisco Javier Clavijero, entre muchos otros), hasta el surgimiento de una incipiente historia patria en el siglo XIX y el nacionalismo revolucionario después de 1910. Difícilmente podríamos leer obras como La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes (1956), Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la Conquista (1959), o en Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares (1961), solo por mencionar algunas, sin atender el contexto histórico de su propia producción, novedosa por su contenido en términos teóricos, por los debates que suscitó al interior de la academia, cuando planteó un pensamiento filosófico indígena propio: “Fui a ver a Garibay, empecé a estudiar náhuatl con él. Él me ayudó mucho, me fue abriendo los ojos hacia los materiales que yo necesitaba para construir tal hipótesis de una filosofía náhuatl; y gracias a eso pude acercarme a lo que pensaban, algunos tlamatimine, o sabios, que se planteaban preguntas existenciales”. De manera previa, son los años en que aparecen publicadas tres grandes obras: El perfil del hombre y la cultura en México (1934) de Samuel Ramos; El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz; y Los grandes momentos del indigenismo en México (1950) de Luis Villoro.
En ese sentido, sus aportaciones al reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas constituyen un referente histórico innegable, por ser una constante en su obra intelectual, en su trabajo como académico y en su trayectoria como servidor público como subdirector (1955) y director (1963) del Instituto Nacional Indigenista Interamericano y después consejero del Instituto de Civilizaciones Diferentes, Bruselas, Bélgica y como embajador ante la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).
El pensamiento universal de don Miguel abrevó de lo mejor de nuestra tradición intelectual, de dos Manuel Gamio, el padre de la antropología moderna en México, y uno de los hombres más eruditos de México, el sacerdote Ángel María Garibay Kintana, quien además historiador, fue traductor del griego clásico, del latín y del hebreo, y un extraordinario filólogo y nahuatlato. De ahí su preocupación fundamental por la lengua materna, como lo escribió en el siguiente poema en homenaje al entrañable Carlos Montemayor:
Ihcuac thalhtolli ye miqui /Cuando muere una lengua
Ihcuac tlahtolli ye miqui
mochi in teoyotl,
cicitlaltin, tonatiuh ihuan metztli;
mochi in tlacayotl,
neyolnonotzaliztli ihuan huelicamatiliztli,
ayocmo neci
inon tezcapan.
Cuando muere una lengua
las cosas divinas,
estrellas, sol y luna;
las cosas humanas,
pensar y sentir,
no se reflejan ya
en ese espejo.
Ihcuac tlahtolli ye miqui,
mochi tlamantli in cemanahuac,
teoatl, atoyatl,
yolcame, cuauhtin ihuan xihuitl
ayocmo nemililoh, ayocmo tenehualoh,
tlachializtica ihuan caquiliztica
ayocmo nemih.
Cuando muere una lengua
todo lo que hay en el mundo,
mares y ríos,
animales y plantas,
ni se piensan, ni pronuncian
con atisbos y sonidos
que no existen ya.
Inhuac tlahtolli ye miqui,
cemihcac motzacuah
nohuian altepepan
in tlanexillotl, in quixohuayan.
In ye tlamahuizolo
occetica
in mochi mani ihuan yoli in tlalticpac.
Cuando muere una lengua
entonces se cierra
a todos los pueblos del mundo
una ventana, una puerta,
un asomarse
de modo distinto
a cuanto es ser y vida en la tierra.
Ihcuac tlahtolli ye miqui,
itlazohticatlahtol,
imehualizeltemiliztli ihuan tetlazotlaliztli,
ahzo huehueh cuicatl,
ahnozo tlahtolli, tlatlauhtiliztli,
amaca, in yuh ocatcah,
hueliz occepa quintenquixtiz.
Cuando muere una lengua,
sus palabras de amor,
entonación de dolor y querencia,
tal vez viejos cantos,
relatos, discursos, plegarias,
nadie, cual fueron,
alcanzará a repetir.
Ihcuac tlahtolli ye miqui,
occequintin ye omiqueh
ihuan miec huel miquizqueh.
Tezcatl maniz puztecqui,
netzatzililiztli icehuallo
cemihcac necahualoh:
totlacayo motolinia.
Cuando muere una lengua,
ya muchas han muerto
y muchas pueden morir.
Espejos para siempre quebrados,
sombra de voces
para siempre acalladas:
la humanidad se empobrece.
Este año de 2019, a propósito del festejo de sus 93 años, el gobierno de México a través de la Secretaría de Cultura y el Instituto Nacional de Antropología e Historia organizaron un homenaje nacional al que se sumaron diversas instituciones gubernamentales y universitarios, en donde participaron diversos académicos para rendirle un reconocimiento por su vida, obra y trayectoria. Por problemas de salud ya no pudo acudir. Sumado a una decena de reconocimientos nacionales e internacionales, hace unos días, la Secretaría de Educación Pública (SEP), le otorgó la medalla Nezahualcóyotl, con la que se inauguró un reconocimiento para “quienes han ayudado a nuestro mundo indígena, a comprenderlo y a entender esa parte tan importante de México que es necesario apoyar y reconocer”, como lo expresó Esteban Moctezuma Barragán, Secretario de Educación, a su hoy viuda, la Dra. Ascensión Hernández Triviño.
Don Miguel se ha ido, pero nos deja huella de su presencia a través de un legado que dará testimonio, a las nuevas generaciones, de su entrega y pasión por nuestro país.
Descanse en paz, Miguel León-Portilla, tlamatini de México, sabio narrador, maestro y cronista de enigmas, augurios y esperanzas. Ahora más que nunca su voz es memoria de México, ése país en donde Nezahualcóyotl, el rey poeta, también le cantó a la finitud de la existencia:
¿Acaso de verdad se vive en la tierra?
No para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí.
Aunque sea jade se quiebra,
Aunque sea oro se desgasta,
Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.