Los primeros resistentes al proyecto de la termoeléctrica de Huexca
Por Máximo Cerdio
Cuernavaca, Morelos; 20 de febrero de 2019. El asesinato del activista Samir Flores Soberanes, que el Fiscal General del Estado Uriel Carmona, quiere vincular con la delincuencia organizada, ocurre en un ambiente de confrontación que ha existía desde que se anunció la construcción de la termoeléctrica y que se recrudeció con el anunció que hizo Andrés Manuel López Obrador de llevar a consulta ciudadana si esta planta, cuyo funcionamiento se suspendió desde el 22 de septiembre de 2017, se echa a andar o no.
A finales de octubre de 2012 se anunció que maquinaria pesada entraría a Huexca y al terreno donde se construiría la planta, para apresurar la construcción de ésta.
Había opositores que mantenían un campamento, a pocos metros de las instalaciones, bloqueando el acceso, y el gobierno de Graco Ramírez, advirtió que la maquinaría pesada entraría con la ayuda de la policía.
Ésta, es una crónica de lo que ocurrió ese día en que el gobierno mandó a los policías, a un pueblo que pedía diálogo.
Samir Flores Soberanes y Jaime Domínguez, voceros del grupo opositor, no se encontraban ese día en Huexca.
Yecapixtla, Morelos; 30 de octubre de 2012. ¡Ay; ay, ay! gritaba Rogelio cuando Aarón, representante del Movimiento Yo soy 132 y paramédico, intentaba suturar una profunda herida en la palma de la mano izquierda. “No cierres la mano, cabrón, me mueves, no entra la aguja”, le ordenaba. Rogelio cayó “con la botella de caña en la mano”, a decir de los cinco muchachos que rodeaban al herido (como de 30 años, bajo de estatura, moreno y de grandes bigotes).
El hermano de Rogelio, ebrio todavía, miraba cómo Aarón intentaba atravesar la piel del lesionado y le decía “aguántate”.
Después de media hora y cien regaños, el paramédico logró ponerle un punto a la mano con piel “de burro” de Rogerio, que no paraba de repetir: ”¡A su madre; no me hizo la pinche anestesia, no me hizo!”
A las 12 de la noche, los muchachos ayudantes se llevaron a Rogelio, con la recomendación de que descansara, aunque por el brillo de sus ojos y los de su hermano se adivinaba que aún seguiría bebiendo.
Don Bulmaro me brindó hospedaje (“En Huexca no tenemos hotel, pero le ofrezco este espacio”, me dijo) y un caldito de res, que cené, acompañado con un champurrado de ciruela.
A las cinco de la madrugada del 31 de octubre, el representante del Movimiento Yo soy 132 y yo, salimos del hogar de don Bulmaro. Tres casas adelante, sobre la calle, había dos patrullas de policías estatales estacionadas y con las luces apagadas: la 063 y la 066.
“Frente a las patrullas está la casa de doña Gloria, una las personas que están a favor de que se construya la termoeléctrica. Me han reportado que da alojamiento a los policías. A su casa llegan camionetas del gobierno y junto con un doctor y otras dos personas, andan ofreciendo a los pobladores ganado, dinero, despensas, para que acepten que se haga la termoeléctrica, según me han dicho” comentó el representante del Movimiento Yo soy 132 mientras avanzábamos en la penumbra de la calle.
Media cuadra más adelante llegamos al parque de Huexca: hay un tanque de agua, una cancha de basquetbol que también se usa para eventos sociales; árboles y bancas y las oficinas de la ayudantía municipal. Horas antes yo había llegado precisamente ahí, a las 7 de la tarde, buscando a don Nicolás Anzures. Había 20 personas, platicando en la semioscuridad de las novedades de la termoeléctrica. Hablaban de que dos días antes había sobrevolado un helicóptero y que había arrojado “cilindros” al cráter del volcán. “Son capaces de provocar explosiones con tal de desalojarnos… pero ni porque explote el volcán nos saldremos de aquí”, dijo una mujer. Media hora después llegó un coche color plata, de modelo reciente. Tres jovencitas y un hombre canoso bajaron de él. Llevaban dos canastos tapados con manta. “Venimos a traerles unas piezas de pan para que desayunen mañana”, dijo Kimberly, estudiante del Instituto Profesional Región Oriente. Dos mujeres recibieron los canastos y mandaron por unas cajas a tres chamacos que se encontraban jugando en la planchan de cemento en el parque. Las jóvenes se pusieron a conversar con los pobladores. Dijeron que por la televisión se había informado que el gobierno estaba dando ganado, despensas y proyectos productivos a los habitantes de Huexca. Uno de los habitantes le respondió que no era cierto, que sólo eran promesas.
A las 5:15 pasaron las patrullas 063 y la 066. Una de ellas llevaba a personas y las otras herramientas de trabajo.
Minutos después, una camioneta roja se paró frente a nosotros. Aarón, un hombre pequeño y una mujer a quienes no conocí por causa de la oscuridad, me invitaron a subir. A medio camino la camioneta se detuvo y una mujer robusta de jeans subió: mis acompañantes la saludaron. “Qué hay, Pocha”. A los pocos minutos estábamos en el lugar en donde los inconformes con la termoeléctrica instalaban día a día un retén para evitar que se introdujera por la carretera maquinaría y personal.
Cuando llegamos la oscuridad aún lo cubría todo y hacía frío. Se hizo una fogata con pedazos de palo que estaban a orilla de la carretera y todos nos acercamos a donde había calor. A eso de las 6 de la mañana la luz fue pintando un campo de verdes, azules amarillos y rojo; y allá, al fondo, don Goyo apareció fumándose su primer cigarro de la mañana.
Los habitantes de Huexca comenzaron a llegar uno tras otro hasta juntarse cerca de 30. Paraban a los automóviles, camiones, combis: hablaban con los ocupantes y les preguntaban si iban a trabajar a la termoeléctrica, si así era, les pedían amablemente que se bajaran, ya que estaban protestando para que no construyeran la planta porque causaría problemas. En un lapso de una hora, bajaron del transporte público a cuatro personas, que iban a trabajar a la termoeléctrica: se regresaron caminando, en silencio… “No habrá labores en la planta”, decían los campesinos, como para consolarlos.
A las 7 de la mañana un Tsuru rojo llegó al retén. Era una pareja de pobladores: llevaba el café en una hoya gigante, pan y vasos. Varias personas bajaron los alimentos y los depositaron a la orilla de la carretera, donde previamente se había improvisado una fogata; pusieron la hoya sobre la lumbre. Todos rodeamos el alimento. El frío comenzaba a disminuir.
El conducto del Tsuru me dijo: “Acompáñeme. Hay federales en el puente; son muchos”. Subí al coche y nos dirigimos a la carretera México-Oaxaca”. Desde el puente que conecta a la carretera contamos cerca de 10 camionetas de federales y un camión de los que se usan para transportar antimotines. Regresamos al retén y se le informó de este hecho a los pobladores: había ya más de 40 inconformes: la mitad mujeres y la mitad hombres.
Serían cerca de las 7:20 de la mañana cuando una mujer llegó corriendo, desde un montículo, con unos binoculares en la mano: “¡Ya vienen y son un chingo!” “¡Cálmense, no se opongan, no agredan; los federales son unos hijos de la chingada, no respetan. Cálmense!” Ordenó una voz de hombre.
Un grupo de 10 señoras comenzó a rezar: “Santa María madre de Dios, ruega mamita por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte amén… Dios te salve, María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús…”
A 20 metros, el amarillo y verde de las flores silvestres y el rojo del sorgo fueron desapareciendo antes el azul de los federales que en cuatro grupos cerrados avanzaba sobre el asfalto. Con escudos, con cascos y caretas; con rifles lanzagranadas.
El ruido negro de las botas y escudos se escuchaba cada vez más cerca.
Una de las mujeres que rezaba dijo: “Mejor nos callamos, no se vayan a enojar con nosotras y nos golpeen”. “Le estamos rezando a Dios, no a ellos. Síganle”, respondió otra mujer en tono fuerte.
“Si vienes conmigo/y alientas mi fe/; si estás a mi lado,/ a quién temeré…/ Qué largo es mi camino,/ qué hondo es mi dolor,/ ni un árbol me da sombra/ ni escucho una canción…”
Las letanías se fueron apagando hasta volverse un murmullo que se deshizo con el ruido de los cascos y del choque de escudos de los federales. Los inconformes desbloquearon la carretera y se apartaron hacia los campos de sorgo. Hubo empujones de los policías para instalarse en la orilla de la carretera y proteger el paso de coches y camionetas con personal de la Comisión Federal de Electricidad. Dos enormes trascabos también pasaron ante la mirada vidriosa de los campesinos y los llantos de algunas mujeres.
Uno de los pobladores le enseñó un documento a uno de los granaderos. Era la minuta del 27 de octubre que había firmado el secretario de gobierno Jorge Messeger en representación del Gobierno del Estado y una comisión de la comunidad de Huexca, en donde el gobierno se comprometía a retirar a la fuerza pública de la comunidad y a no introducir maquinaria pesada en la termoeléctrica. “Están violando una orden del gobierno”, le decían al judicial de piedra.
En 20 minutos los 200 policías rompieron fila, se voltearon y regresaron marchando en línea y, después, en cuatro bloques se perdieron entre las flores silvestres y los sorgos que cortaba la línea recta de la carretera.
Los comuneros estaban muy enojados. “Nos humillan porque no hacemos nada. Saben que no somos violentos, que sólo queremos que nos deje vivir en paz, en nuestro pueblo”.
Varias de las señoras que habían rezado y permanecían amontonadas se consolaban entre sí, sollozando.
Pero el coraje no había acabado. Cinco minutos después, cerca de 40 policías estatales entraron por el mismo lugar que los federales y tomaron posiciones a la orilla de la carretera.
Detrás de ellos llegaba un hombre alto a quien los campesinos identificaron como Cuauhtémoc Magdaleno, visitador de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Morelos, y con quien no quisieron hablar. “Eres un vendido, no sirve para nada; reporta esta agresión”, gritaban algunas mujeres. El hombre dio la vuelta y regresó a su coche y ahí permaneció de pie.
“No tenemos problemas con los policías estatales, son de Morelos, y entienden nuestra lucha; ellos han estado aquí, los entendemos a ellos porque tienen que llevar comida a su casa y a sus familias, no es con ellos el problema, sino con quien los manda, Graco, el que nos dijo que nos iba a ayudar, que no emplearía la violencia ni la represión, que dialogaría”, dijo muy enojada la señora Guillermina Montero.
Un grupo de cinco comuneros se trasladó hacia el pueblo, a buscar un lugar donde redactar un comunicado condenando la agresión y exigiendo al gobernador Graco Ramírez se presentara al pueblo de Huexca para dialogar personalmente con los habitantes.
Me despedí de algunos y antes de comenzar el regreso, una mujer que dijo llamarse Roberta Cortés me pidió: “Por favor, dígalo, publíquelo, porque nadie nos quiere creer. Éstas no son las formas de tratar a un pueblo pacífico que pide un diálogo con el gobernador Graco Ramírez; aquí en Huexca, no queremos hacerle nada, queremos que venga para que vea de qué le estamos hablando cuando le decimos que no podemos abandonar a nuestra tierra; es la que nos da de comer, aquí están nuestras cosas, nuestros hijos, nuestro patrimonio. Aquí está lo que somos”.
El grupo quedó disperso, como si un trascabo hubiera pasado sobre las matas de maíz o de sorgo. Don Goyo, al fondo, continuaba, nervioso, fumándose el cigarro del medio día.