La otra Tetela

Celebración de día de muertos en Tetela del Volcán. Foto de archivo

Por Máximo Cerdio

Tetela del volcán, Morelos; México, 1 de agosto de 2018. A las 15 horas del 31 de julio, el cadáver de Ricardo Alonso Lozano Rivas, de 33 años y originario de Medellín, Colombia, estaba bocarriba, al pie del asta bandera del zócalo de la cabecera municipal de Tetela del Volcán. Tenía atado al cuello una cuerda morada de plástico, tensa, y el otro extremo de estaba amarrada al mástil blanco de metal manchado de sangre. Su rostro estaba hinchado y tenía sangre en la nariz, boca y oídos. Sus manos estaban sujetas con esposas de metal, de las que usa la policía para someter a los delincuentes, tenía una cuerda amarilla enredada a la altura de los tobillos. Estaba sin camisa, usaba boxers negros y pantalón de mezclilla bajado hasta las rodillas. En su dedo anular izquierdo portaba un anillo de metal amarillo. A un lado de su cabeza se podía observar cartulinas blancas con las leyendas:

«Graco, aquí están los resultados de tu gobierno. Pobladores Unidos de Morelos».

«Toda persona extorsionadora correrá la misma suerte».

Dos horas antes, aproximadamente, fue detenido en la entrada del pueblo, en un auto Spark blanco por elementos de la policía y por pobladores. Según información proporcionada por los habitantes de Tetela del Volcán, iban él y una mujer, que logró escapar; otros dicen que viajaba con una mujer y otro hombre. El coche fue quemado y los oficiales llevaron a Ricardo Alonso a la comandancia de la policía situada en el zócalo del pueblo, más para protegerlo que para encarcelarlo, pero el pueblo se lo quitó a los policías y lo llevó a golpes el asta bandera, en donde lo estuvieron golpeando hasta matarlo y ahorcarlo.

Es cuerpo estaba allí, solo, porque los más de 500 pobladores lo habían dejado para ir a escuchar a una mujer que, en la puerta de la comandancia, a gritos leyó un documento o reporte policíaco que refería que a las 14:00 horas, personal del Servicio Médico Forense (Semefo) había llegado al zócalo de Tetela del Volcán y había encontrado a un hombre muerto, desconocido, atado del asta bandera y del cuello, por lo que procedió a levantar el cadáver. En el texto leído también se aclaraba que el lugar estaba vacío cuando llegó el Semefo.

Este documento, fue el “arreglo” al que llegaron el mando y varios de los pobladores que reclamaban que habían hecho justicia, porque las policías no hacía nada cuando presentaban quejas o denuncias sobre éste y otras actos delictivos, por lo cual el pueblo estaba a merced de la delincuencia. La finalidad del acta o documento que se leyó y se autorizó, era exculpar a los pobladores por la muerte del colombiano.

Dos mujeres mayores de edad y una joven que iban a servir como testigos de que el colombiano extorsionaba; a sus deudores alegaron frente a los pobladores si efectivamente valió la pena matarlo.

–¡Lo mataron a lo pendejo! –reclamó la mujer joven, de pelo negro, y preguntó a quién de los que estaba presente había extorsionado, y sólo respondió afirmativamente una de las mujeres mayores “testigos”.

La discusión continuó unos o dos minutos, hasta que fueron avisados de la presencia de trabajadores del Semefo, que se aproximaban para llevarse el cuerpo. Los pobladores volvieron su atención hacia el cuerpo.

Una camioneta blanca con la góndola abierta, sin placas, subió al zócalo y se paró frente al cadáver. Seis elementos de los Servicios periciales realizaron la diligencia de manera rápida y muy descuidada: recogieron cartulinas, cuerdas, zapatos tenis negros; por las prisas olvidaron una piedra manchada de sangre cerca del puesto de un vendedor de aguacates. No cubrieron el cadáver, no usaron tyvek, entre cinco lo levantaron y lo subieron a la góndola en donde había herramientas y unos conos de tráfico o de seguridad grandes.

El automotor bajó de la plancha de cemento, tomó por la calle 10 de Mayo, dobló por la 5 de Mayo y ante la mirada atenta de unos albañiles que colaban el techo de un segundo piso dobló a la derecha en la calle López Avelar; allí  bajó rumbo a la salida del pueblo.

Desde lejos, los reporteros, a los que se nos prohibió usar celulares y documentar los hechos, escuchábamos y observamos, nerviosos y con la advertencia: «les vamos a poner en la madre también a ustedes si sacan fotos o videos».

Fue imposible sacar la cámara cuando la multitud alegaba con el mando policiaco en el zócalo; la imagen de un perro royendo un hueso frente al cadáver; la fotografía del muerto el piso, mientras dos jóvenes se abrazaban de un busto y una escultura de don José María Morelos y Pavón.