Don Calimerio
Por Máximo Cerdio
El camión nos dejó a orilla de la carretera como a las cinco de la tarde y el chofer nos dijo: caminen como a doscientos metros y ahí van a dar. Mi madre me llevaba de la mano, mi padre me ayudaba con una maletita como la que me preparaban cuando me enviaban con mis familiares que vivían lejos a pasar las vacaciones de fin de curso. Avanzamos por un camino de terracería y pastizales hasta una tranca.
Un perro amarillo comenzó a ladrar y enseguida apareció un hombre. Mis padres lo saludaron y él apenas devolvió el saludo, abrió la tranca pasamos y la volvió a cerrar. Caminamos unos metros hacia la casa principal. El perro nos seguía de cerca enseñándonos su poderosa dentadura y gruñendo.
Era una casa grande de adobe y tejas, de un solo piso y de cuatro corredores. En el frente, sentados sobre una banca rústica de madera, había cuatro niños más o menos de mi misma edad, pero de diferente estatura y complexión, callados y casi inmóviles. Todos nos quedaron viendo.
También se alcanzaba a distinguir a unos metros, a la derecha, un establo con las puertas abiertas y más allá un corralito donde alguna vez había habido vacas. Más adelante un campo con pastizales y un área cuadrada con milpa.
Del lado derecho había una galera larga techada, a unos metros de ahí los baños y al lado las letrinas.
Al llegar a la entrada principal mis padres le entregaron a don Calimerio mi maletita y le extendieron una bolsa con dulces:
–No, dulces no –dijo el viejo y mis padres retiraron la golosina, voltearon y se fueron por donde habíamos llegado.
La estancia en la granja era por siete días, los padres no podrían visitarnos.
Tenía diez años y había acabado el tercer año de primaria. Me había portado muy mal: le robé a mi hermano el dinero de su alcancía, me caí en el pozo que estaban haciendo en la escuela, me peleé con todos mis vecinos, rompí muchos vidrios de ventanas con balones de futbol, desobedecí a mis mayores, mi madre fue al menos dos veces al mes a la dirección a recibir quejas por mi mal comportamiento: el director advirtió a mi madre que si yo no cambiaba mi conducta hacia los maestros y mis compañeros me expulsarían de la escuela. La cereza en el pastel fue mi ausencia por veinticuatro horas, subido en un árbol altísimo del cual sólo papá, a mentadas de madre, me pudo bajar.
Yo estaba en esa granja como castigo, para que me disciplinara y para que “valorara todo lo que mis padres con tanto sacrificio me daban”.
Papá pagarían esas vacaciones y yo saldría hecho “una seda”, así les dijeron unas muchachas que llegaron en una ocasión a la casa invitadas por mis padres para que les informaran sobre un sitio donde me pudieran “corregir”.
Cuando llegué al rancho y vi a don Calimerio y a los demás chamacos pensé que mis padres se habían equivocado: ¿cómo me iba yo a corregir allí, de qué me iba a corregir? ¿Quién vergas me iba a corregir?
Don Calimerio tendría más de setenta años, alto, como de un metro ochenta centímetros, muy sano y fuerte. Flaco, moreno, correoso. Pelo canoso, muy corto, como de militar, y siempre andaba una gorra vieja que hacía muchos años había sido roja. Usaba camisas de manga corta y pantalones con pliegues, cinturón de cuero quebrado por los años y unas botas viejas de soldado. Con la extremidad izquierda movía cosas, daba órdenes y señalaba, la derecha sólo le servía para sostener un chicote hecho de una vara larga y muy flexible, de aproximadamente un metro y medio de largo. Cuando tenía que usar los dos brazos no dejaba el varejón, se lo ponía en el sobaco. El viejo jamás se separaba de él, parecía una extensión de su mano derecha o un reptil venenoso o una mascota tan preciada.
No recuerdo su rostro, la visera de la gorra impedía verlo directamente a los ojos, aparte de que casi siempre andaba con la mirada en el suelo.
Su voz era grave, clara enfática. Hablaba poco.
A eso de las 6 de la tarde entramos a una especie de barraca donde estaban nuestros dormitorios, en fila uno al lado del otro. El piso era de cemento. Había catres viejos para 15 personas, entre ellas había un buró compartido. Nos ordenó que dejáramos nuestra maleta debajo de la cama y nos pusiéramos nuestro pijama. A las 19:00 horas se apagarían los candiles y todos deberíamos dormir. Nos advirtió que debíamos despertarnos a las 5:30 horas y a las 6 de la mañana deberíamos estar aseados y tener las camas tendidas.
Los candiles fueron apagados a la hora que había dicho el viejo. Me acosté en el catre de aluminio y colchoneta usada, algunos resortes se incrustaban en mis costillas, pero le busqué el modo. Mientras esperaba el sueño escuché algunos lamentos.
Al día siguiente, a las 5:30, los gallos comenzaron a llamar la luz de la mañana. Nos paramos, fuimos a hacer nuestras necesidades fisiológicas y tendimos nuestros catres. Dos chicos estaban todavía en su cama cuando por la puerta apareció don Calimerio con el chicote en la mano. Iba acompañado por un joven flaco como él. Entró al dormitorio y destapó a quienes aún estaban dormidos.
–¡A ver, hijos de la chingada! ¡Es la primera y última vez que los veo acostados! ¡Párense!
Los niños se levantaron y se cambiaron ahí mismo. Don Calimero lo obligó a tender su cama.
Salimos en fila india, caminando rumbo a la milpa que estaba como a diez minutos de ahí, el viejo iba adelante y su ayudante atrás de nosotros.
Llegamos a un sembradío de maíz que tenía como una hectárea, las matas medían como un metro y medio y estaban cubiertas por enredaderas.
El hombre nos señalaba con su vara: “La mata verde es la milpa, las enredaderas son el frijol y esas otras son calabaza, lo demás es maleza. Hay que cortarla sin dañar al maíz, sin dañar al frijol, sin dañar a la calabaza”.
Enseguida nos enseñó cómo debíamos hacerlo y llevó los arbustos arrancados a una zona abierta donde nos ordenó ponerlos. Después su ayudante volvió a repetir la operación.
Era muy fácil: arrancar con las manos las hierbas y dejarlas a un lado y cuando se juntaba un montón grande llevarlo al claro, ahí se le prendería fuego.
Comenzamos a deshierbar con la supervisión del viejo, su ayudante también trabajaba con nosotros.
Uno de los muchachos arrojó intencionalmente un puñado de tierra y maleza contra el rostro de otro.
Un silbido seco nos paralizó. Algo, en el aire, tronó como un pequeño cohete: ¡Zaaaaacssasct! y luego un ¡Ayyyyyy! de dolor prolongado. El niño se arqueó como un poseído y cayó de espaldas en la tierra.
Ya en el suelo, el látigo volvió a tronar dos veces sobre los brazos del chico que se retorcía en la tierra.
Los demás suspendimos las labores.
–¡Levántate o te paro a chingadazos! –le dijo, y el muchacho se paró y siguió deshierbando lloroso.
–¡Ustedes sigan, cabrones, que hay mucho varejón para sus lomos!
Trabajamos por más de cuatro horas con algunos descansos para tomar agua en un pocillo, que el ayudante silencioso repartía de una garrafa grande.
Antes de las 10 de la mañana regresamos a la casa principal y todos participamos en la elaboración del desayuno colectivo: huevos, frijol, queso, chile y tortillas, de beber nos servimos agua simple. Cuando acabamos, los cinco quisimos retirarnos al patio y cuando íbamos de salida el viejo nos ordenó, empuñando su látigo:
–¡A ver, hijos de la rechingada! Recojan su cosas y lávenlas. ¡Aquí no están en su casa donde sus pinche madres son sus sirvientas!
Todos regresamos asustados y en silencio lavamos los trastes en el lavadero de la cocina.
A las 13:00 horas el hombre y su ayudante nos llevaron a lo que era propiamente la granja. Había gallinas, patos guajolotes, cerdos, conejos, chivos y borregos, ahí don Calimero nos ordenó limpiar las jaulas y después dimos de comer a los animales. Éstos nos veían como sus esclavos. Cuando acabamos, el ayudante silencio nos dio unas cubetas y nos ordenó llenar varios tambos con agua, que acarreamos de un pozo localizado como a 500 metros de la casa.
Después de dos horas de estar llevando el agua, mis dedos no aguantaron el dolor y solté la cubeta, el agua se regó en el suelo.
¡Zaaaaacssasct! sonó la víbora de madera en lo alto y yo sentí su mordida en la espalda: primero fue el dolor seco y después un ardor se extendió como veneno por mi espalda.
–¡Grandísimo pendejo! ¡Recoge el balde y ve a llenarlo de nuevo!
Me incorporé apretando los puños de dolor y odio hacia aquel anciano.
–¡Nomás se te vuelve a caer y te acabo el varejón en la espalda!
Bajé la cabeza para ocultar mi rostro lloroso de coraje y volví por aquel camino pedregoso a llenar de nuevo el cubo.
Acabamos de llevar agua como a las cuatro de la tarde y regresamos a la casa principal, hambrientos.
Allí había ya comida: frijol, arroz, tortillas, huevos cocidos. Cada quien tomó su plato y sus cubiertos y devoramos todo en silencio. Por un lado estábamos los prisioneros y por el otro el pinche viejo y su ayudante, haciendo ruidos de animales mientras se metían con las manos los grandes trozos de comida. En el suelo, el perro también comía en un plato rojo, los miraba y sentía pena por ellos.
No fue necesario que nos dijeran que recogiéramos y laváramos nuestros platos y cubiertos.
Cuando terminamos el viejo nos dijo que podíamos tomar un descanso, pero que a las seis de la tarde deberíamos estar bañados y en nuestras camas.
El agua que habíamos acarreado del pozo era fría, nos tallamos el cuerpo con unas raíces parecidas a la maleza que arrancamos por la maña en la milpa y jabón era neutro, en barras grandes, no olía a rosas como que usábamos en casa. Todos tiritábamos de frio pero nadie se quejaba. El chico al que el viejo le había pegado primero y yo llorábamos: el agua con jabón caía sobre la piel reventada por el golpe del látigo.
Como lagartijos desnudos nos fuimos metiendo al dormitorio. Antes de las siete de la noche ya estábamos adentro de las cobijas con los ojos perdidos en el techo y la memoria en la casa de donde nos acaban de arrancar horas antes.
La televisión donde pasaban Tarzán de los monos, el Llanero Solitario… Los partidos de futbol todas las tardes en mi calle de tierra, el refresco frío de la hielera, la carne, las dobladitas de queso con azúcar que me hacía mi madre cuando no me portaba tan mal. Mi café con leche y el delicioso pan de dulce que una viejita llevaba a vender a la casa. Odie a mis padres y juré que me las iban a pagar.
Nos dormimos como condenados a muerte, mientras los grillos se despedazaban afuera cantando su amor oscuro a la redonda luna.
A las 5:30 del día siguiente los gallos nos fueron a romper el papel de china de nuestros sueños. Realizamos nuestra rutina con excepción del acarreo del agua del pozo hacia los tambos, que fue sustituido por la búsqueda infructuosa, por más de tres horas, de una vaca y su becerro.
Don Calimerio encontró pretextos para que su arma probara el virginal lomo de los tres chicos restantes. El tercer día nos volvió a tocar el chico primerizo y a mí, al cuarto a los tres del segundo día, y así se la llevó hasta el día siete en que nuestros padres fueron a rescatarnos.
Nos esperaban ansiosos en la tranca, eran como las cinco y media de la tarde. El pinche viejo fue a abrirles y nosotros llegamos corriendo, llorando como niños chiquitos, desde la casa hasta los amadísimos y cariñosos brazos de nuestros progenitores que los extendían interminables hacia sus amados retoños.
Antes de marcharnos el anciano entregó a nuestros padres algunos huevos de gallina como parte de lo que habíamos ganado durante la eterna semana que estuvimos esclavizados en su granjita.
Dejamos al perro, al mudo, al viejo cruel y al chicote en ese campo de concentración. Yo, antes de perderme por una curva, volteé y con mis ojos les aventé unos rayos destructores como los de Supermán y les menté la madre en voz baja. ¡Pinche viejo puto!
De regreso, en la soledad de mi cuarto, me acosté en mi camita de madera de la que tanto había renegado y sentí el olor a limpio de la ropa recién lavada y planchada por mi madre, y una suavidad como de algodones en la espalda. Abrí los ojos y vi por la ventana un cielo envenenado de estrellas. Estaba de nuevo en mi habitación, muy lejos del chicote de don Calimerio.