Razones de peso

Palacio de Gobierno

Por Máximo Cerdio

I

Desde que entró a trabajar en esa dependencia mejoró su situación económica. Ya no tuvo que andar mendigando proyectos o contratos temporales con los que medio comía. Ahora vestía y calzaba ropa de marca y perfumes originales, también se había comprado una que otra joya para sus muñecas y sus dedos y un automóvil.

El dinero le alcanzaba para comprar tallas grandes de buena calidad y sin los desperfectos de la ropa de tianguis que toda su vida la torturaron.

Es cierto que subió un poco de peso, pero era porque trabajaba mucho y descuidó un poco su alimentación; no porque ahora sí “comía con manteca” como escuchó algunas veces de sus ex compañeras de lucha. “Piches envidiosas muertas de hambre”, decía para sí.

Ahora era “la Licenciada”, tenía una oficina, un escritorio y varios empleados. Le sonaban las pulseras cuando movía los pesados brazos para ordenar a su asistente que se lanzara por unas gorditas de chale.

Era, sin duda, la etapa más feliz de su vida: no se sentía culpable por comer lo que le apetecía, le pagaban muy bien, la obedecían y su patrona siempre la felicitaba por su trabajo y chuleaba su manera de vestir.

II

Todos los días, sin falta, recibía un cuarto de galletas de mantequilla que acompañaba con un nescafé con crema. Sabía que no podía comérselas todas, así que sólo sacaba tres de la bolsita y las ponía en su cajón derecho. Durante todo el día, su extremidad regordeta y de anillados dedos abría el cajón y metía las manos en el celofán, apretaba la galleta como una boa cuando estaba segura de su presa, la sacaba, cerraba el cajón con los nudillos y poco a poco iba subiendo por las lonjas a las chichis, ahí se quedaba un momento, esperando a que la boca se abriera lo suficiente y de pronto: ¡Zas! La mano introducía la galleta por la boca y ésta se cerraba como una planta carnívora.

Entonces, el brazo bajaba silencioso y los dedos se frotaban con parte de la pierna para sacudir los restos de aquel bocadillo, 25% del cual terminaría en el cuerpo de aquella mujer y 75% sería mierda que recogería alguna barranca de las que oxigenan a la ciudad. Por la mañana la extremidad autónoma repetiría doce o trece veces la misma operación hasta acabar con toda la ración.

Después seguiría el almuerzo y luego la cena; en realidad eran diez comidas furtivas que realizaba en complicidad con aquella mano alcahueta.

III

Las galletas de mantequilla eran un regalo de su “Jefa”, una mujer alta, como ella, muy pulcra en su forma de vestir. Desde hacía cuatro años a la fecha y desde que su marido alcanzó el más alto cargo que había buscado iba muy seguido a Europa y desde allá traía su ropa, calzado y accesorios.

Ambas eran obesas y de la mista estatura, pesaban casi lo mismo pero la ella tenía panza de esfera de navidad, la Jefa, en cambio, tenía vientre de refrigerador y las nalgas metidas: “Nalgas de víbora”, le decía la gente burlista.

IV

Cada semana la citaba en algunas de sus ocho oficinas. La Jefa se levantaba de su escritorio a penas la veía entrar. Se acercaba a ella con una blanquísima sonrisa y abría sus enormes ojos de color. La observaba detenidamente de arriba abajo, después la rodeaba poco a poco, mientras le iba diciendo cosas lindas como: «Pero mira nada más que bonito pantalón, esa blusa te queda tan bien, ese color te queda muy bien, dónde compraste ese collar, yo quiero uno igual”.

Esto le gustaba porque se vestía para que la señora le dijera esas palabras, no creía lo que algunas personas le habían dicho: que la malvada mujer revisaba que la ropa fuera menos cara que la suya y, sobre todo, se aseguraba de que siempre estuvieran más gorda que ella.

V

Su vínculo no era de subordinación, varias veces la jefa la había pedido que fuera a su casa y allí le había invitado el corte de cabello de un estilista francés carísimo, que también le aplicaba tinte y le hacía los pies y las uñas.

Creía que eran falsos los rumores de que esta mujer tenía escondido en su armario un espejo de cuerpo completo especial, que le enflacaba la imagen y una báscula manipulada para que redujera hasta tres kilos y medio; también era mentira que le mandaba quitar las etiquetas a su ropa que compraba en el extranjero.

–Sé que pronto vamos a tener que irnos a vivir a otra ciudad, pero yo te prometo que en cuanto me asigne un buen puesto te voy a mandar traer para que formes parte de mi equipo –le prometió.