Muertes e infiernos de un periodista

Muertes e infiernos de un periodista. Lemus
Por Máximo Cerdio

Era de tarde o de noche, le pusieron las manos atrás y las esposas. Llevaba vendados los ojos. Varios hombres lo conducían caminando sobre unos campos de cultivo. Lo sabía por el olor a fresco, por silencio y por la suavidad de la tierra. Varios pasos adelante lo pararon. Sintió en la nuca la punta de un arma larga. Minutos antes una fuente suya lo había entregado a los Zetas: “Es de la Familia. Ahí lo tienen. Que sea rápido”, ordenó.
Como ocurre en algunas películas, vio su vida en segundos; los momentos más significativos como la primera vez que vio a su hija…

¡Flasth! ¡Flasth! ¡Flasth! ¡Flasth! Sonaron disparos y él ya no supo más, el cerebro lo había desconectado.

Despertó horas después, en una oficina del Ministerio Público en donde le tomarían su declaración y lo acusaría por delincuencia organizada y fomento al narcotráfico, delitos que nunca se le comprobaron, pero por los que estaría tres años y días recluido por órdenes del entonces presidente de México Felipe Calderón Hinojosa.

Ésa, fue la primera vez que J. Jesús Lemus Barajas murió. Así nos lo relató a un grupo de reporteros el viernes 19 de mayo de este año, después de que presentó en Jojutla su libro Los malditos 2. El último infierno.

El autor de Los malditos. Crónica negra desde Puente Grande; Cara de Diablo; Michoacán en guerra; Mireles, el rebelde; y Tierra sin Dios, un poco más relajado, quizá porque conocía a varios periodistas de la zona sur que lo acompañaban o por el infernal calor que casi llegaba a los 40º Celsius o por algunos tragos que le habían relajado los recuerdos, Jesús Lemus platicó algunos detalles de lo que vivió en la cárcel.

La primera noche

Jesús Lemus durmió caliente en su celda la primera noche. Los custodios lo fueron a sacar a macanazos de la 202 a eso de las doce de la noche, lo golpearon durante el trayecto por el pasillo y lo llevaron a la cancha de basquetbol, en donde fue arrojado al suelo y arrastrado hacia los cuatro lados de la cancha por la presión del chorro de agua de una manguera de bomberos. Él se enroscó y cuando no pudo más perdió el conocimiento.

Volvió a despertar en su celda individual apestosa, manchada de suciedad y de sangre. Con una cama de cemento y un agujero en donde hacia sus necesidades fisiológicas:

“Estaba desnudo, al principio con mucho frío, los custodios me golpearon en todo el cuerpo. Los golpes me calentaron la piel y los músculos y eso me daba un calor que me permitió dormir unas horas”.

Dentro de la celda se preguntaba una y otra vez por qué estaba en ese lugar, qué había hecho para estar encerrado. Lo desconcertaba más la idea de que pasaría en ese lugar muchos años de su vida que la probabilidad muy grande que allí terminarán con su vida a golpes. Era 27 de mayo de 2008.

A J. Jesús Lemus Barajas le quitaron su nombre y le dieron un número, el 1568. Allí permanecería por mil 100 días con los delincuentes más peligrosos de México como Mario Aburto, el supuesto asesino de Luis Donaldo Colosio; Daniel Arizmendi “El Mochaorejas”, Alfredo Beltrán Leyva, “el Mochomo”; Rafael Caro Quintero, o “El Duby” un narcosatánico.

El día último

El último día, estaba comiendo mole en el área de sentenciados. Un oficial le dijo que se requería su presencia. Lo sacaron, lo condujeron por pasillos y lo llevaron ante una mujer muy joven que le leyó un documento en el que se le notificaba personalmente que desde se momento quedaba en libertad por falta de pruebas. Pidió que le repitieran lo que ese documento quería decir y le confirmaron que estaba libre y que tendría que pasar con el psicólogo y con el médico para una revisión. Lemus Barajas contó que no creía lo que estaba escuchando, pensó que era una burla, se había resignado a permanecer allí veinte años de prisión o morir cualquier día o a cualquier hora, y sólo deseaba regresar a su celda a seguir comiendo mole. Y lo regresaron.

Durante varias horas estuvo en la 202, esperando a que regresaran por él, abrazando sus libretas de notas envueltas en un pedazo de sábana, que eran todas sus pertenencias. Llegó a pensar que era una broma, pero al poco tiempo fueron por él dos custodios que lo condujeron por los pasillos hasta el servicio de psicología y después al médico. Sus amigos reclusos se despidieron de él desde sus celdas, ya les habían avisado que saldría libre: “¡Que Dios te cuide!”, le dijo el Mocha orejas. “Vas a la Villita a pedir por mí”, le pidió Caro Quintero.

Después de que fue revisado por el psicólogo y por el médico, lo pasaron a la aduana; ahí le quitaron su uniforme, sus zapatos y la sábana y las libretas: son propiedad federal, le dijeron. A cambio le dieron una playera un pans gigantesco y un par de tenis, pero los dos del pie izquierdo.

Cuatro guardias lo acompañaron por los pasillos hasta la última puerta. El periodista caminaba con la cabeza agachada por órdenes de los custodios. Cuando llegó a la última puerta, antes de la entrada principal, uno le dijo que se siguiera derecho y que no volteara porque le dispararía, y así lo hizo hasta quedar afuera del Penal Federal de Puente Grande, Jalisco, sin que nadie lo esperara, solo, sin la cercanía de sus amigos, sin la seguridad de su encierro, en medio de la gigantesca noche. Era el 12 de mayo de 2011.

Se quitó los dos tenis izquierdos, amarró las agujetas: “¡Chinguen a su puta madre!”, les dijo, y los arrojó.

Vio una caseta de teléfono público a lo lejos, se acercó, pero cuando estuvo enfrente comenzó a buscar en su memoria y no recordó los números de la casa de sus padres ni el de nadie.

“Me senté al lado de la caseta, desesperado, hambriento, impotente. Alguien que andaba cerca de allí me señaló un hotelito que estaba abierto a esas horas y me dijo que ahí me podrían ayudar. Me dirigí al hotel y un hombre me atendió, le pedí ayuda, le dije que necesitaba hacer una llamada pero que no recordaba el teléfono. Por mi aspecto el encargado sabía que acababa yo de salir del penal. Me calmó y me dijo que no me preocupara y que me sentara un rato hasta que me acordara del número. Entonces, me dio algo que me supo a gloria: una Coca-Cola bien fría que yo me bebí como si nunca en mi vida hubiera tomado ese refresco. Minutos más tarde me acordé del número de teléfono de mi exesposa y le marqué y le pedí que fuera por mí. Tres horas después estaban allí con mi hija y otra persona; me llevaban con ropa y dinero. Abracé a mi hija y le di las gracias a las dos mujeres».

Esto fue lo que nos contó J. Jesús Lemus Barajas.

El mismo que durante la presentación de su libro Los malditos 2. El último infierno, confesó: “Sé que voy a morir como mueren los periodistas en México”, ante cerca de sesenta personas que asistieron al evento.

Pronunció la frase despacio, con la cabeza un poco agachada, frente a la antigua estación del ferrocarril, a unos metros de la Avenida Instituto Tecnológico Industrial y comercial, donde los autos y la gente pasaban sitiados de cotidianidad.

Lo dijo para sí, con la seguridad de que jamás regresaría al infierno del encierro del penal.

 

Publicado en  La Unión de Morelos 22 de mayo de 2017