Édgar, el muchacho que no mataba ni a una mosca
Édgar, el muchacho que no mataba ni a una mosca
Máximo Cerdio
—Ese muchacho no mata ni una mosca —Nos dijo el hombre aquel con quien habíamos hablado mi acompañante y yo: como de unos 45 años, moreno, de baja estatura, de bigote negro y pelo corto y quebrado. No sabíamos con quién habíamos platicado, pero cuando nos dijo quién era, esas palabras tomaron mayor importancia. Habíamos ido a buscar a algún vecino o pariente de Edgar “N”, a quien la prensa estatal y nacional ya había apodado el Niño Sicario. Édgar fue capturado por militares en el Aeropuerto Mariano Matamoros, del municipio de Xochitepec, al sur de Morelos, el jueves 2 diciembre de 2010, cuando se disponía a viajar con una de sus hermanas a Tijuana y de ahí a San Diego, Estados Unidos. Durante toda esa semana y la siguiente, los medios de comunicación nacionales e internacionales dieron al caso una gran cobertura: querían saberlo todo, principalmente lo malo del menor de edad.
Era un día entre semana de ese mismo diciembre y la persona a la que acompañaría me llamó para decirme que me preparara porque iríamos a un lugar muy peligroso, en Jiutepec, al oriente de Cuernavaca.
Mi compañero pasó por mí, como habíamos quedado, a las 11 de la mañana frente a la entrada de la Catedral, en el centro de Cuernavaca. Yo llevaba mi cámara fotográfica y mi grabadora cargada y con pilas de repuesto.
Mientras él manejaba, me hizo la siguiente advertencia:
—No puedes llevar cámara, no puedes llevar grabadora, no puedes anotar nada. Si por alguna razón llegan a levantarnos, somos reporteros de la agencia fulana de tal. Yo soy el reportero titular y tú eres mi acompañante. Venimos a escuchar a parientes o vecinos de El Ponchis, para que la gente sepa la versión de personas que lo conocen mejor porque los medios de comunicación no lo bajan de asesino, carnicero…
Llegamos al estacionamiento de un centro comercial en el crucero conocido como Las Torres de Civac, localizado en Paseo Cuaunáhuac y avenida Centenario, en la zona conurbada oriente de Cuernavaca. Dejamos el coche y tomamos un camión urbano que nos dejó en la calle principal del poblado de Tejalpa, en Jiutepec: la avenida 20 de Noviembre.
Esa arteria es amplia, de dos carriles. Hay infinidad de negocios de todo tipo como zapaterías, tiendas de ropa, electrodomésticos. Conforme se avanza, se convierte en la calle Tepozteco y las tiendas son más y más pobres. Por las circunstancias, fue muy fácil pensar en que transitaba alguna de las calles más peligrosas de Santa Úrsula Coapa o del barrio bravo de Tepito de la Ciudad de México.
Con la advertencia de un probable “levantón”, mi compañero y yo nos adentramos por la avenida 20 de Noviembre.
Nos desplazamos con paso firme. Yo observaba las manos y la cintura de las personas que venían de frente: trataba de distinguir algún metal o filo para echarme a correr de regreso al bulevar. Aguzaba la vista y casi penetraba el parabrisas de los coches en contraflujo, en especial de las camionetas. De vez en cuando miraba hacia atrás sin detenerme.
Después de varias cuadras sobre la misma vialidad, pero ahora con el nombre Tepozteco, había una gran cantidad de tendejones. Según la policía, en esa época, en varios puntos de las inmediaciones del área se vendía droga al menudeo.
Unos metros antes de llegar a la calle Lago, en la colonia Vicente Guerrero, nos detuvimos frente a un portón de metal café. Yo me quedé replegado a la pared y mi compañero se apostó frente al domicilio.
Tocó el portón en repetidas ocasiones, hasta que alguien contestó desde adentro. Nos preguntó quiénes éramos y qué queríamos.
—¡Somos reporteros y venimos a platicar con algún familiar de Édgar Jiménez Lugo. Queremos ayudar, queremos que nos den información sobre el muchacho! —Dijo casi a gritos mi compañero.
Hubo un silencio por varios segundos hasta que la puerta pequeña del portón se abrió. Del lugar salió la mitad del hombre de unos 45 años, moreno, baja estatura, bigote negro y pelo corto y quebrado, con la barba de días. Llevaba calzoncillos deportivos rojos y un jersey de básquetbol blanco: calzaba unas sandalias de plástico. Nos quedó viendo de pies a cabeza, vio por sobre nuestros hombros y hacia los dos lados de la calle.
—No hay nadie que los atienda ni les pueda decir nada; sólo estoy yo.
—Queremos entrevistar a algún pariente o conocido de Édgar para que nos cuente cómo es él, porque ya ve lo que muchos medios de comunicación han dicho: que es un asesino, que es un sicario. Nosotros venimos a dar voz a la familia o a sus amigos o conocidos… —Volvió a decir mi compañero.
El hombre metió la mano a su bolsa y sacó una cajetilla de cigarrillos Marlboro y unos cerrillos. Prendió el cigarro y le dio una fumada larga. Se recargó en el quicio de la puerta.
—Están muy mal, andan diciendo muchas pendejadas.
—Pero ¿entonces es falso lo que dicen los periódicos de él?
–Yo no creo que haya matado a nadie, como dicen los periódicos. Ese muchacho no mata ni una mosca; es un buen muchacho. Estuvo abandonado mucho tiempo. Su mamá tampoco lo cuidó, andaba en otras cosas. Yo me separé hace mucho; yo viví también en Estados Unidos. La abuela fue la que se lo trajo para acá y lo cuidó, pero estaba ya grande. Después murió la abuela -Carmen Solís Gil, quien crió a Édgar “N” desde los dos años de edad y quien murió en el año 2004– y el muchacho quedó abandonado, eso fue lo que pasó.
Comentaba el hombre recargado en el filo de la puerta mientras miraba hacia la calle y de vez en vez fumaba.
Dos camionetas blancas con policías vestidos de civil pasaron muy despacio por la casa donde los tres nos encontrábamos. Por la posición de mi acompañante y la del entrevistado fue imposible que ellos vieran los vehículos. Yo los vi de frente.
—Se dice que lo drogaban para que cometiera los delitos.
—Es posible. Comenzó lavándole el carro al Negro –se refería a Jesús Radilla Hernández, alias ‘El Negro’, detenido por la Policía Judicial el 25 de mayo de 2011–; después lo agarró de mandadero y poco a poco fue tomando confianza. Y no es El “Ponchis”; es el “Ponchi”, sin la s, porque estaba gordito, ponchado –Hizo un gesto como de luchador de sumo: arqueó los brazos y cerró los puños; arrojó el filtro del cigarro hacia la calle.
Se iba a meter al domicilio, pero mi compañero alcanzó a preguntarle: —¿Quién es usted, es usted algún conocido de Édgar? —Soy su padre… —Y cerró con fuerza la puertecita de metal.
Esto es lo que a mi compañero y a mí nos contó David Antonio Jiménez Solís.
Publicado en el portal y periódico Conurbados, en 2013.