Cuando el reportero es víctima y periodista
Cuando el reportero es víctima y periodista
Por Máximo Cerdio
Cuernavaca, Morelos; México. Me despierto en la madrugada en medio de una pesadilla recurrente: mi familia y yo estamos aplastados, debajo de toneladas de escombros.
Busco con mi mano ciega mis lentes en la oscuridad, me los pongo, prendo la luz. Mis dos hijas no están conmigo, estoy lejos de mi padre y de mis hermanos. Cruzo mis manos sobre mi pecho como si fuera un difunto, tengo mi cámara fotográfica y mi celular a un lado, y las imágenes del terremoto se lanzan sobre mí como buitres de luz.
Esto es lo que dejó en mí el sismo del 19 de septiembre de 2017, que devastó zonas de algunas ciudades del estado de Morelos, en México. Su magnitud fue de 7.1 grados Richter, y se localizó en Axochiapan, Morelos, limítrofe con Puebla.
La cobertura fue complicada, porque los periodistas no estábamos preparados para esa contingencia y porque fuimos víctimas.
Día de terror y cobertura
El martes 19 de septiembre de este año me encontraba en mi oficina localizada en el centro de Cuernavaca; mi compañera de trabajo Silvia Lozano Venegas y yo revisábamos la información generada durante el día.
A las 13:14:40, ocurrió el sismo. El edificio donde estábamos se tambaleaba como si fuésemos sobre una ola o arriba de algún monstruo; crujía y los muebles se arrastraban. Los vidrios tronaban al deshacerse contra el piso. En la calle había gritos de terror.
Tomamos nuestras cámaras y mochilas con equipo. Bajamos con miedo las escaleras y salimos corriendo hacia la calle, donde una multitud desconcertada lloraba o rezaba.
Un hombre nos avisó que, a dos cuadras de allí se había caído un edificio y hacia allá nos dirigimos trotando, todavía bajo los efectos del miedo.
A nuestro paso por las calles personas a mitad de lloraban y se abrazaban; en el piso había vidrios rotos y grandes pedazos de fachada. Tratamos de comunicarnos por los celulares con nuestras familias, pero no había señal (ellas contestarían horas después, diciéndonos que estaban bien, que tuviéramos cuidado en nuestros trabajos).
Silvia y yo llegamos al sitio del desastre: una torre y parte de una barda habían caído sobre un autobús de pasajeros con personas adentro; el muro había sepultado un estacionamiento y trozos de barda yacían sobre la calle Santos Degollado.
A veinte metros de nosotros, civiles escombraban y dentro del autobús dos o tres jóvenes trataban de rescatar a pasajeros atrapados.
El edificio entero estaba agrietado y crujía aún. También se percibía un fuerte olor a gas.
Conforme el tiempo fue transcurriendo la ayuda se multiplicó: llegaron policías, rescatistas y militares.
Voluntarios fueron sacando de los escombros algunos heridos en camillas, otros iban caminando, ensangrentados, paramédicos atendía a lesionados en el suelo o en las bateas de las camionetas. Varias mujeres buscaban, aterradas, a sus familiares sepultados.
A nuestras espaldas, cientos de personas grababan con celulares las labores de rescate.
Dos horas después Silvia fue hacia otras zonas afectadas, yo me quedé hasta cerca de las dos de la madrugada del día siguiente, di reportes en vivo y desde las oficinas, mandé imágenes y videos a los editores.
Las labores de rescate continuarían por madrugada y al día siguiente con máquinas retroexcavadoras.
Los días nefastos
Los días 20 y 21 cubrí Jojutla, un municipio de los más afectados por el sismo, localizado al sur de la capital de Morelos, con más de 57 mil 121 habitantes y en donde, según reportes oficiales, 17 personas murieron, alrededor de 2 mil construcciones resultaron afectadas y hubo al menos 300 construcciones colapsadas.
Yesenia Daniel Ménez y Leticia Villaseñor Herrera, dos periodistas amigas mías, “reporteaban” desde ese sitio y trabajamos de manera conjunta y coordinada, documentando y enviando información a nuestros editores.
El centro de la ciudad fue una de las áreas más afectadas: manzanas enteras se habían derrumbado, como si un gigantesco pie hubiera aplastado las viviendas.
De ahí nos trasladamos a Tlaltizapán, un municipio que colinda con Jojutla, en donde realizamos algunas entrevistas con víctimas que perdieron sus casas y dormían en los patios o en la calle.
No había autoridades municipales, estatales o federales ayudando, los vecinos y voluntarios auxiliaban a los damnificados y les entregaban alimentos.
Por las calles, mujeres trasladaban bolsas de plástico con víveres. Los niños, ajenos a la desgracia, jugaban entre los escombros.
Por la noche acudimos a un albergue con más de cien damnificados: observamos algunas dinámicas y tomamos registros fotográficos y videos.
Terminamos la jornada en la madrugada del siguiente día. Durante el día sólo habíamos consumido agua y sándwiches que nos obsequiaron en los lugares por donde pasábamos: había poca o nula actividad comercial. Llevábamos ya dos días sin probar alimento en forma, pero no teníamos hambre.
Los días de miedo y cobertura continuaron por más de una semana. Nosotros seguimos trabajando, atravesados por escenas de desastre en la memoria y en el alma que no nos dejan dormir y nos acosan por las calles en los instantes menos esperados.
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El oficio de reportero, ir hacia el peligro
En los momentos de desastre el ciudadano común y corriente puede quedarse a la mitad de la calle a llorar o buscar a su familia, su instinto lo aleja del peligro; el reportero de “a pie” y el fotoperiodista no, deben ir hacia él.
Durante la cobertura del sismo y sus efectos nos salvamos de ser aplastados por toneladas de cemento o atravesados por filosos vidrios que volaban en pedazos desde los edificios, y aunque fue difícil estabilizarnos física y emocionalmente nos concentramos en tener nuestros sentidos aguzados para poder observar y registrar con nuestras cámaras fotográficas y en nuestros celulares instantes críticos en las zonas de devastación: el contexto, los protagonistas, los detalles, algunas cifras.
En lo particular, el trabajo fotoperiodístico requirió una concentración mayor a la que se impone en condiciones ordinarias, íbamos por instantes significativos, con énfasis en contextos, acciones y emociones.
Con gran dificultad por la inestabilidad de la señal de los celulares, enviábamos imágenes y datos, testimonios, según nos lo iban pidiendo los editores; incluso pudimos escribir breves reportajes o crónicas. En general, dimos buena cobertura, gracias al equipo que formamos Yesenia Daniel Ménez, Leticia Villa Señor Herrera y Silvia Lozano Venegas.
Sentimos que las empresas para las que trabajamos no nos apoyaron debidamente con recursos materiales y nos exigían resultados que, por causas ajenas a nuestra voluntad, no podíamos proporcionar en ese instante.
Los talleres de coberturas en zonas de riesgo para reporteros y para periodistas audiovisuales y otros cursos similares (primeros auxilios, por ejemplo) fueron una herramienta invaluable para la realización de nuestra actividad periodística, empero, no pudimos evitar los efectos del estrés postraumático en nuestra salud física y emocional.
En Morelos, el reportero es, en la mayoría de los casos, mal pagado (aproximadamente 8 dólares estadounidense diarios), no recibe capacitación ni tiene seguro social y por lo general realiza coberturas informativas sin viáticos.
La mayoría de los medios de comunicación sólo cubren la agenda de algunos funcionarios públicos, de los legisladores locales y de los líderes de los grupos de poder.
Hay pocos reporteros y fotoperiodistas éticos, capacitados, la gran mayoría está al servicio de una estrategia comunicacional, “maquila” notas o adapta comunicados de prensa, no sabe investigar ni desarrolla habilidades en otros géneros noticiosos como el reportaje o la crónica.
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Este artículo se publicó en el portal del Instituto Aljazeera, y se tradujo al árabe (http://institute.aljazeera.net/ar/ajr/diaries/2017/10/171012135542457.html), la versión larga es inédita y forma parte de una serie de textos y fotografías de la cobertura del sismo del 19 de septiembre en Cuernavaca y la zona sur de Morelos, sobre las cuales se trabaja para formar un libro.